Hace unos días murió Koko, una gorila entrenada en el lenguaje de señas por Francine Patterson, psicóloga animal cuya disertación doctoral trató acerca de las capacidades lingüísticas de los gorilas. Según Patterson, Koko podía comprender unas dos mil palabras de inglés hablado, lo que le permitía sostener algunas conversaciones básicas. Un controvertido video en el que Koko se refiere al cambio climático ha llamado la atención en los medios de comunicación y en las redes. Independientemente de si el video es una farsa o no, lo cierto es que los humanos no solo tendemos a menospreciar las capacidades cognitivas y emocionales de los animales, sino también, a olvidar que nosotros mismos somos animales.
Repetimos casi hasta la saciedad que la conciencia nos hace diferentes de los animales. Sin embargo, como nos recuerda el filósofo británico John N. Gray (no confundir con el psicólogo estadounidense célebre por su libro “los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus”), la conciencia no es un atributo específicamente humano. Las bacterias “leen” su entorno químico y actúan según sus fluctuaciones. En “Perros de Paja: reflexiones sobre los humanos y otros animales” publicado en 2002, John Gray comenta que Descartes consideraba a los humanos “seres pensantes” y a los animales apenas unas “máquinas” biológicas. “Pero los gatos, los perros y los caballos -dice Gray- dan muestras de que tienen conciencia de su entorno; se experimentan a sí mismos actuando o no actuando; tienen pensamientos y sensaciones.” Y agrega: “según han demostrado los primatólogos, nuestros parientes evolutivos más próximos entre los simios tienen muchas de las capacidades mentales que solemos pensar que son exclusivamente nuestras”. Ni la conciencia parece ser un atributo exclusivamente humano, ni la actividad de nuestra mente puede reducirse a la conciencia. No siempre (¿o rara vez?) nuestras decisiones son el resultado de una deliberación interna en la que sopesamos -racionalmente- sus pros y sus contras. Quizá por eso los argumentos tienen menos peso del que algunos quisiéramos en las decisiones políticas. De acuerdo con Joseph LeDoux, una reconocida autoridad de la neurociencia y autor de “El Cerebro Emocional”, las conexiones que van del sistema emocional a los sistemas cognitivos son más fuertes que aquellas que van de lo cognitivo a lo emocional. Tal vez eso sea lo que explica que la identidad que va de la mano de la conciencia también sea algo brumosa. En “Borges y yo” (1960), el escritor afirma que trató de librarse de ese otro que a veces también era él, que pasó de las mitologías del arrabal a los juegos con el infinito para concluir que su propia vida era una fuga en la que todo se pierde y se olvida sin saber, sin embargo, de quién finalmente es el olvido. En el siglo XVIII David Hume consideraba al “yo” como un conjunto de percepciones que siendo distintas, transcurren en un flujo constante. Sin memoria no hay yo y ciertamente, no siempre recordamos igual. Sin saber exactamente cómo somos o quiénes somos, es más difícil responder qué es lo que nos hace distintos de los animales.
La palabra griega “akrasia” (debilidad de la voluntad), es usada en los enfoques críticos de la teoría de la elección racional para ilustrar la existencia de preferencias sobre las preferencias (meta-preferencias). Una meta-preferencia es, por ejemplo: “desearía no desear fumar”. A pesar de las buenas razones que tenemos para modificar un estilo de vida global que amenaza la supervivencia de otras especies y de la nuestra, parece que no podemos escapar de la compulsión de vivir así. Actuamos de ese modo, aunque desearíamos no autodestruirnos. La codicia es más poderosa que la razón. La codicia ha convertido a la especie humana en una plaga planetaria. Gray usa la expresión del científico James Lovelock para identificar a esa enfermedad global que somos nosotros: Primatemaia disseminata. No son ni la razón ni la conciencia lo que nos distingue de Koko y de otros animales. Es nuestra insatisfacción permanente, nuestro carácter insaciable en el que se incuba la codicia. Tal vez nos iría mejor si apelamos más a lo que nos une con otras especies que a lo que nos separa de ellas.
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