Hace dos años se firmó la paz con la guerrilla más importante de América Latina. Sin embargo, se cuentan ya en cientos los asesinatos de hombres y mujeres líderes en regiones en las que convergen, en diferente grado, economías ilegales y de enclave, megaproyectos, aislamiento geográfico (que desconecta de la legalidad, pero facilita las conexiones espaciales de la ilegalidad) y, la incapacidad del Estado para actuar en forma oportuna. La frágil estatalidad en la Colombia profunda priva de la seguridad y la justicia a aquellas poblaciones asediadas por poderes locales que defienden a sangre y fuego sus negocios y sus propiedades, incluyendo tierras despojadas en forma extorsiva y violenta a los campesinos que arriesgan su vida intentando recuperarlas y con ellas, sus medios y modos de vida.
Como excusa de su propia negligencia, algunos altos funcionarios pretenden eludir sus responsabilidades señalando que se trata de ajustes de cuentas entre bandidos o insinuando algo así como: “si la mataron, por algo sería”. Si una persona comete un delito lo que procede es una investigación judicial y no un “ajusticiamiento”. Todo homicidio es un horror moral. No rechazarlo con vehemencia independientemente de las características, vínculos o circunstancias de la víctima (líder o no) y del victimario, es una forma de complicidad.
Lo anterior no contradice el hecho de que el asesinato de líderes sociales tiene una consecuencia política particular: hace trizas las infraestructuras sociales necesarias para construir la paz. La construcción de paz, que va más allá de la firma de acuerdos e incluso, de la implementación de los mismos, es un proceso que -en diferentes niveles (local, regional, nacional)- está basado en un conjunto de redes de relaciones entre diferentes actores sociales. Los hombres y mujeres que son líderes sociales y defensores de derechos humanos, desempeñan un papel crucial en la medida en que esas redes de relaciones son activadas y sostenidas por esos liderazgos y por los vínculos que construyen y mantienen con personas que trabajan en organizaciones e instituciones regionales, nacionales e internacionales. El asesinato de una persona que desempeña un rol de liderazgo en su comunidad, desactiva muchas de esas relaciones y destruye un conocimiento local y un tejido de relaciones que es indispensable para la transformación de los conflictos en proyectos colectivos.
Los grupos armados y las organizaciones criminales son como la Hidra de Lerna, sustituyen con mucha facilidad a sus cabecillas, multiplicándolos. En cambio, los hombres y mujeres que son reconocidos en sus comunidades como líderes y que, usualmente, son los contactos clave que agencias de cooperación, entidades de gobierno y organizaciones de la sociedad civil tienen para relacionarse con las poblaciones, no son fácilmente sustituibles. Además, el miedo genera silencio y dispersión. En otras palabras, el miedo destruye a las comunidades como sujetos políticos y sin ellos, los libretos de la paz territorial se quedan sin la posibilidad de ser representados.
Entonces, a las derrotas políticas del acuerdo de paz y a las fallas de gestión en su implementación, se añade algo terrible: la destrucción de las redes de relaciones que hacen viable el carácter sostenible de la paz que va más allá de los acuerdos. La construcción de paz se apoya en esas redes y estas, a su vez, dependen de los liderazgos sociales y comunitarios a los que les están disparando. Con esta serie de homicidios selectivos le siguen pegando muy bajo a la paz.
Nota de pie:
Es absolutamente inaceptable que algunos policías crean que hay ciudadanos que merecen protección y otros no. Un grupo de mujeres trans-género fue atacado brutalmente en su peluquería por varios hombres en la localidad bogotana de Fontibón. La respuesta de los uniformados ante la denuncia de las víctimas fue lamentable. Dijeron que se trataba de represalias por deudas. No hubo ningún compromiso con su seguridad. Esas mujeres (con deudas o sin ellas) deben ser protegidas y los responsables de la golpiza deben estar tras las rejas. Los discursos de odio anteceden a los crímenes de odio. Una parte importante de la violencia tiene su origen en las palabras y en los estereotipos que circulan entre quienes se proclaman a sí mismos como “gente de bien”.
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