En algunas ocasiones la mejor promesa es la que no se cumple. En épocas electorales muchos políticos hacen promesas que no quieren o no pueden cumplir. Sin embargo, lo peor que a veces puede pasar es que logren sacar adelante sus promesas de campaña. La regresiva reforma tributaria de Trump y su irresponsable retiro del acuerdo de París sobre cambio climático son dos ejemplos desafortunados. Es por esa razón que las propuestas electorales deben ser examinadas tanto en términos de su viabilidad como de su conveniencia. En unos casos lo peligroso es lo que se promete. En otros, la forma en la que se busca cumplirlo.
Pocas áreas de la política pública son tan vulnerables a la demagogia como la seguridad ciudadana. Es evidente que las personas quieren transitar sus calles y habitar sus residencias sin temor a ser asaltados. Nadie -en sus cabales- cuestionaría la promesa de la seguridad. Sin embargo, hay que poner atención para identificar si lo que una campaña política ofrece es seguridad o mano dura. Esto hay que examinarlo con cuidado porque se trata de dos cosas muy diferentes. En América Latina la mano dura no es un medio para mejorar la seguridad. Al contrario, es fuente adicional de inseguridad, especialmente para los pobres y los jóvenes. En general, la mano dura no es una buena estrategia. Sin embargo, resulta aún peor en contextos de debilidad institucional y corrupción.
En Centroamérica, el crecimiento de las maras (pandillas) fue capitalizado por políticos que sedujeron al electorado con una retórica represiva. Una vez en el gobierno, cumplieron sus promesas de mano dura y con ello, deterioraron aún más la seguridad en sus países. Es el caso del presidente Ricardo Maduro (2002-2006) quien logró la aprobación de la llamada “ley antimara” en Honduras: una reforma del código penal para autorizar la detención por parte de la policía de jóvenes que, por sus tatuajes o indumentaria, dieran la impresión de pertenecer a alguna pandilla. Además, el gobierno hondureño puso en marcha operaciones conjuntas entre la policía y el ejército, entre ellas la llamada operación Libertad Azul, que consistían en redadas masivas en los barrios populares del Distrito Central (Tegucigalpa y Comayagüela), San Pedro Sula y otras ciudades. Los resultados fueron desastrosos: la tasa de homicidios pasó de 32 por cada cien mil habitantes en 2004 a 43 en 2006 y continuó subiendo. En 2010 llegó a 82,1 homicidios por cada cien mil habitantes.
El presidente de Guatemala, Alonso Portillo (2000-2004), quien fue luego extraditado a Estados Unidos acusado de lavado de activos, implementó el Plan Escoba, muy similar a los planes de mano dura de Honduras. Portillo empezó su mandato con una tasa de homicidios de 25,8 por cada cien mil habitantes. Al final de su gobierno, esa cifra había subido a 36,3 y luego llegó a 46,3 en 2009. El involucramiento del ejército en los operativos de la Policía Nacional Civil en El Salvador arrojó resultados parecidos a los de los otros dos países del llamado “triángulo norte” centroamericano.
En Colombia, algunos alcaldes han sucumbido a la tentación de involucrar a las fuerzas militares en la gestión de la seguridad ciudadana. Eso es improductivo en términos de resultados y va en contravía del papel que deben desempeñar los militares en las democracias liberales. El ejército está entrenado para la guerra y la defensa. La seguridad ciudadana es responsabilidad de la policía en coordinación con la ciudadanía y la comunidad. Además, en este año electoral hay varios candidatos proclives a la retórica de la mano dura. Uno de ellos ya anunció claramente que se propone reducir la imputabilidad de los menores de edad de 14 a 12 años. Como señaló hace poco la investigadora Rocío Rubio en un artículo sobre el tema publicado en el portal Razón Pública, esa medida se tomó en El Salvador y no produjo ningún efecto positivo sobre los índices de criminalidad en ese país. Enviar más jóvenes a la cárcel sin ninguna estrategia de acompañamiento psicológico y social, los atrapa aún más en las redes criminales. Usted que leyó esta columna, no deje que los cantos de sirena guíen su decisión en las urnas.
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