En su Historia del Siglo XX, Eric Hobsbawm afirma sin ambages que, sin la Gran Depresión, Hitler no habría existido. Tampoco Roosevelt y sus políticas keynesianas de promoción del empleo. En 1928 los Nazis obtuvieron apenas tres por ciento de los votos. En las elecciones de julio de 1932, en medio del terremoto económico, el partido de la esvástica se convirtió en la fuerza mayoritaria del Reichstag tras obtener el 37 por ciento de la votación. En el más reciente número de la revista Foreign Affairs el profesor Ronald Inglehart, director de la Encuesta Mundial de Valores, recuerda estas cifras sobre el ascenso de Hitler para destacar el papel que desempeña -entre otras causas- el declive de las economías en la erosión de las democracias liberales.
Inglehart recalca que la democracia se ha expandido desde el siglo XIX y que, a pesar de severos retrocesos como el auge del fascismo en la tercera década del siglo XX, la tendencia de largo plazo ha sido el aumento del número de regímenes democráticos. No obstante, los logros en materia de desarrollo económico y político distan de ser irreversibles. Cada avance desata nuevas amenazas y desafíos. Inglehart sostiene que luego de varias oleadas democratizadoras, lo que estamos presenciando en la actualidad corresponde al más severo revés de la democracia liberal desde los años treinta. El crecimiento de partidos xenofóbicos y autoritarios en Europa y el triunfo de Trump en Estados Unidos, son algunos de los principales signos de este retroceso. Sin duda, genera alarma que Alemania, país en el que los electores habían repudiado por décadas las posturas políticas extremas luego de la amarga experiencia Nazi y su derrota en la Segunda Guerra Mundial, haya visto al ultraderechista partido “Alternativa por Alemania”, convertirse en 2017 en la tercera fuerza política del Bundestag.
La aversión a los inmigrantes es en Europa y en Estados Unidos el factor detonante del auge de las ofertas políticas autoritarias. Sin embargo, esa aversión está anidada en un contexto más amplio de inseguridad laboral, pérdida de confianza en alcanzar un nivel de vida al menos igual al de los padres o incluso, al de los abuelos, y la exacerbación de desigualdades que pasaron de ser consideradas un motor del progreso por la vía de los incentivos a la aplicación del esfuerzo y el talento, al ser vistas como la expresión obscena tanto de un sistema político colonizado por los más ricos como de una economía que necesita cada vez menos gente para generar ganancias exorbitantes.
El panorama de la democracia en América Latina también es algo sombrío. El más reciente informe de la Corporación Latinobarómetro señala que en la región existe una democracia diabética, en declive. Aunque el informe advierte que los indicadores económicos y la valoración de la democracia no van de la mano en la región, muestra que casi la mitad de los latinoamericanos percibe que las economías de sus países están estancadas y que no hay expectativas de progreso. También afirma Latinobarómetro que la persistente y elevada desigualdad latinoamericana “explica en parte el estancamiento de la consolidación de la democracia”.
Colombia es uno de los países más desiguales de la región y del mundo y una de las democracias de menor calidad en América Latina. Sin embargo, tanto la desigualdad como la baja calidad de nuestra democracia son síntomas de un problema más hondo: la debilidad del Estado colombiano para garantizar los derechos y libertades básicas y para promover un estilo de desarrollo equitativo. Esa debilidad del Estado es percibida erróneamente como ausencia de mano dura y esa percepción es, a su vez, instrumentalizada por quienes están interesados en asegurarse un poder despótico y personalista respaldado en la debilidad de las instituciones. La autoridad debe ser la de la ley, no la de individuos que la desprecian. No nos equivoquemos creyendo, como lo han hecho muchos votantes europeos y norteamericanos recientemente, y como lo hicieron los alemanes en 1932, que el autoritarismo es la respuesta a las fallas de la democracia. Muchos lamentaron el suicidio de la República de Weimar en las urnas. El autoritarismo no es la solución a nuestros problemas. Es parte del problema.
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