Costa Rica, Venezuela y Colombia aparecían como los regímenes democráticos más duraderos y estables de la región, antes del arribo a América Latina de la ola de transiciones hacia la democracia que inició con la Revolución de los Claveles en Portugal en 1974. La discusión no era si se trataba de democracias de buena calidad o no (aunque la costarricense ha sido por lo general muy bien evaluada), sino si se trataba de regímenes con atributos democráticos básicos: que los gobiernos lleguen al poder como resultado de elecciones libres y limpias en un contexto de pluralismo político e informativo, que el gobierno no limite los derechos que le permiten a la oposición competir en las elecciones siguientes y que aquellas autoridades que han sido elegidas en las urnas, no estén sujetas a vetos arbitrarios por parte de actores o instancias no elegidas por el voto popular.
Dado que la línea entre régimen autoritario y régimen democrático en algunos casos no es nítida, los politólogos Scott Mainwaring y Frances Hagopian adoptaron hace años una tipología en la que distinguen entre democracia, semidemocracia y autoritarismo. Si se define a una semidemocracia como aquella en la que el gobierno surge de elecciones ampliamente consideradas como libres e imparciales, pero con serias fallas en cuanto a la protección de las libertades civiles, es claro que Colombia ha pertenecido a esa categoría la mayor parte del tiempo. De hecho, en el índice de Freedom House, uno de los más usados para evaluar la calidad de los regímenes democráticos, Colombia siempre tuvo -hasta el año 2004- calificaciones inferiores (y a veces iguales) a las de Venezuela. A partir de 2005 la calificación de Venezuela ha sido inferior a la de Colombia.
Cierto es que la distinción entre democracia y autoritarismo no es siempre tajante. También lo es que hay regímenes cuyas actuaciones son evidencia incontrovertible -excepto para los fanáticos- de su carácter democrático o autoritario. El régimen venezolano puede ser calificado sin ninguna duda como autoritario desde que empezó a usar al Tribunal Supremo de Justicia para desconocer tanto las decisiones como la legitimidad de la Asamblea Nacional, llegando al punto de pretender que esta fuera sustituida por aquél. Ahora busca poner en marcha un proceso constituyente corporativista para deshacerse definitivamente del legislativo y de la oposición.
La oposición, que ha sido víctima de toda suerte de atropellos y agresiones, tiene también su cuota de responsabilidad histórica en el declive y final de la democracia en Venezuela. La Revolución Bolivariana de Chávez surgió como reacción a la corrupción desbordada de la partidocracia venezolana de Acción Democrática y Copei. Un indicador elocuente del grado de corrupción de la Venezuela bipartidista es que, entre 1974 y 1979, el país recibió ingresos petroleros superiores a los de las seis décadas previas. Sin embargo, no escapó a la crisis de la deuda en 1982: en ese año la deuda pública ascendía a treinta y tres mil millones de dólares.
En la segunda administración de Carlos Andrés Pérez la crisis económica y las reformas neoliberales condujeron a una serie de protestas conocidas como el “caracazo”. Es posible que, en el escepticismo de algunos sectores populares frente a las movilizaciones y denuncias de la oposición, habite el recuerdo de la violenta represión de febrero y marzo de 1989. La oposición no solo ha fallado en el despliegue de una estrategia unificada sino también en su lenguaje y comunicación con sectores populares que pudieron haber sido chavistas, pero no se identifican con Maduro. Tampoco le queda bien a la oposición andar de la mano con la extrema derecha latinoamericana.
Soy consciente de que las críticas al gobierno de Venezuela -no pocas veces- son rechazadas por sectores no liberales de la izquierda colombiana con un argumento según el cual, no se puede hablar mal del vecino mientras tenemos mucha ropa sucia en casa. Generalmente escribo sobre nuestra ropa sucia y no sobre la de los vecinos. Pero usar un horror moral propio para justificar un horror moral ajeno es no solo falaz, sino también tan hipócrita como juzgar las violaciones a los derechos humanos según la orientación política de las víctimas y sus victimarios.
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