Murió el anciano general Efraín Ríos Montt a quien sólo le bastaron escasos diecisiete meses en el poder, entre 1982 y 1983, para convertirse en un genocida. En efecto, el dictador llevó a cabo una política de tierra arrasada dirigida especialmente contra la etnia maya de los ixiles, en el norte de Guatemala. De acuerdo con el artículo dos de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de Naciones Unidas, este corresponde a los actos “perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”.
El genocidio llevado a cabo por Ríos Montt contra los ixiles fue apenas una parte de la brutal campaña contrainsurgente en la guerra civil de 36 años que concluyó con un acuerdo de paz en diciembre de 1996, tras una negociación que involucró a los gobiernos de cuatro presidentes diferentes. Los peores años de la guerra tuvieron lugar a fines de los años setenta y comienzos de los ochenta cuando la contrainsurgencia se convirtió en la cultura predominante entre los militares y las élites guatemaltecas. La contrainsurgencia, al asumir que para acabar con la guerrilla (el pez) hay que quitarle el agua (la población y sus medios de vida), se traduce en un ejercicio sistemático del terror contra las comunidades, especialmente las rurales.
En el hermoso y culturalmente riquísimo país centroamericano, la mayor parte de las muertes en el conflicto fueron causadas por las Fuerzas Militares y por grupos paramilitares (Patrullas de Autodefensa Civil) creados por el propio ejército. Los ixiles fueron apenas uno de los tantos grupos de indígenas y campesinos víctimas de la brutalidad contrainsurgente. Así por ejemplo, los tres altivos volcanes que custodian el hermoso lago de Atitlán, fueron testigos de las matanzas y asesinatos que tanto en dictadura como en democracia (después de 1985), llevaron a cabo el ejército y las Patrullas de Autodefensa.
El criterio del historiador militar, Martin Van Creveld, según el cual, para poder hablar de guerra y no de genocidio, la parte más débil debe estar en condiciones de causar un daño significativo a la parte más fuerte, parece no cumplirse del todo en el conflicto guatemalteco. Al menos no entre 1978 y 1983. En la balanza de atrocidades de la guerra en Guatemala, el peso se inclina mucho más hacia los militares que hacia la guerrilla.
En 2013 sostuve una larga conversación en la Ciudad de Guatemala con Héctor Rosada Granados, un académico que durante el gobierno de Ramiro de León Carpio presidió la Comisión de Paz y fue miembro del equipo gubernamental que negoció los acuerdos con la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Para Rosada Granados, quien declaró en calidad de perito de la fiscalía en el anulado juicio contra Ríos Montt, firmar la paz no puso fin a la mentalidad contrainsurgente enquistada en buena parte de las fuerzas armadas, las instituciones estatales y las élites del país. En su opinión, la paz no logró sustituir al Estado contrainsurgente por un Estado democrático de derecho.
Cuando en 1999 los guatemaltecos fueron convocados a las urnas para aprobar o rechazar algunas reformas constitucionales, necesarias para cumplir los acuerdos de paz relacionados con los derechos de los pueblos indígenas y con reformas del Congreso, la Presidencia, el Ejército y la Rama Judicial, la mayoría de los ciudadanos que votaron (la abstención llegó al 81%) las rechazaron. La transición hacia la democracia que empezó en 1985 aún estaba incompleta sin la transición hacia la paz. Sin embargo, ninguna de las dos transiciones fue aprovechada para poner a Guatemala en la senda de transformación hacia un Estado democrático de derecho, orientado al mejoramiento de las condiciones de vida de sus ciudadanos.
Héctor Rosada terminó nuestra conversación con estas palabras: “Tengo 71 años y no veo razones para el optimismo. He visto pocos amaneceres y demasiadas noches en este país”. Ríos Montt fue sepultado con honores militares. Muchos colombianos también hemos visto, como Héctor en Guatemala, más noches que amaneceres. Ahora que la alternativa de “hacer trizas el acuerdo” parece la más popular, qué lejos estamos de poder creer en esa parte del himno que nos dice: “cesó la horrible noche”.
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