Buena parte de los debates académicos sobre la desigualdad en Colombia está relacionada con la concentración de la riqueza y el ingreso. Nuestro país es uno de los más desiguales del mundo y sin embargo, el tema no ocupa el lugar que debería en la agenda de políticas públicas. Eso se explica en parte porque la gente con mayores privaciones y desventajas, y aquellos que podrían clasificarse como clase media, no demandan políticas redistributivas ni parecen interesados en promover la construcción de una sociedad menos injusta y menos segregada. Incluso, muchos que no tienen propiedades que cuidar, votaron en las pasadas elecciones guiados por el miedo a una eventual expropiación.
El problema de la desigualdad en Colombia no es solo económico o político. Es un problema cultural. Nuestra sociedad no valora la igualdad. Y no estoy hablando de ningún igualitarismo despótico a rajatabla como el de Pot Pot en la Camboya de los Jemeres Rojos. Tampoco estoy hablando de la igualdad del lecho de Procusto. Estoy hablando de esa igualdad básica que consiste en reconocer la dignidad de cada quien, sin discriminaciones ni arribismos. Estoy hablando de la igualdad ante la ley que es menoscabada cada vez que alguien dice: “usted no sabe quién soy yo”, o cada vez que alguien que conduce una camioneta de alta gama parece querer atropellar a los que vamos a pie.
Me sorprendió y me causó una tristeza muy honda lo que le sucedió a un colega, profesor universitario. Él suele dar clases en una prestigiosa universidad privada. El primer día de clases con estudiantes que empezaban su carrera, les preguntó cuáles fueron las razones para escoger la prestigiosa universidad privada en la que él trabaja. Eso motivó la exhibición de distintos prejuicios. Algunos descalificaron las universidades públicas como “lugares peligrosos en los que la gente se dedica a consumir drogas ilegales y además, simpatiza con la izquierda”. Sin embargo, lo que dijo un estudiante en particular fue lo que dejó a mi colega sin palabras. “Para mí -dijo el estudiante- es decepcionante encontrar a los profesores encargados de mi formación profesional, transportándose en el bus o en el metro”. Ese estudiante estaba simplemente expresando una opinión que pone en evidencia la mentalidad arribista que predomina en nuestra sociedad, independientemente del lugar que se ocupe en ellas.
Esas ya casi populares expresiones del tipo “usted no sabe quién soy yo” también son una muestra de la mentalidad arribista que hace parte de la cultura colombiana. Esperar que los profesores universitarios exhiban su éxito profesional conduciendo un carro caro, y asumir que si usan el transporte público es una señal de fracaso, es una clara evidencia de una mentalidad elitista y arribista. También es una señal de que el problema de la desigualdad en nuestro país va más allá de los indicadores económicos y sociales y se enquista en la forma predominante de ver el mundo que hay en el país.
Nuestra sociedad tiene una baja aversión a la desigualdad. Buena parte de los colombianos no considera que sea importante nivelar la cancha, sino que se concentra en tratar de escalar la escalera social sin cuestionarla. Esa es una de las razones que explican la escasa viabilidad que tienen en nuestro país las propuestas políticas que se identifican con el valor de la igualdad y que plantean la desigualdad como uno de los principales problemas que Colombia debe resolver. Esa mentalidad arribista también va en contravía del reconocimiento de la igualdad jurídica que va de la mano con la noción de ciudadanía. La baja calidad de nuestra democracia tiene mucho que ver con los efectos que una cultura segregacionista tiene sobre el funcionamiento cotidiano de nuestras instituciones. A eso hay que agregar que la educación en nuestro país no está diseñada para derrumbar las barreras de clase sino para reproducirlas. Necesitamos derribar los mecanismos culturales que reproducen esa mentalidad segregacionista y arribista si queremos que una agenda favorable a la igualdad, tenga alguna oportunidad en Colombia.
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