La conmemoración del “Día nacional de la memoria y la solidaridad con las víctimas” no salió bien. Algunos tanto a la derecha como a la izquierda cedieron a la tentación de descalificarse con gritos e insultos. El tránsito hacia la paz no tiene que ver sólo con la aprobación de normas legales y disposiciones de política pública para la implementación del acuerdo. Tiene que ver también con el cultivo de las emociones que se requieren para deliberar y descubrir que las diferencias políticas no son insalvables o que si llegan a serlo, se puede preservar cierto respeto mutuo, necesario para el funcionamiento de las instituciones en un contexto de pluralismo político. Más grave que los retrasos en las zonas veredales y las dudas sobre el “fast track”, es el pobre nivel de nuestra cultura política. Quienes hemos defendido el proceso de paz con las Farc, no podemos asumir la posición dogmática de descartar de plano toda crítica al acuerdo y responder con insultos a quien la plantea. Quienes critican el acuerdo ayudarían mucho más a la paz que dicen no rechazar si en lugar de lanzar improperios, plantean sus argumentos con serenidad y sin comparaciones delirantes con Cuba y Venezuela.
Sin duda, entre partidarios y detractores del acuerdo hay quienes han demostrado estar dispuestos al debate civilizado, no para converger pero sí al menos, para revisar las exageraciones y algunos elementos falaces de sus propias posturas. Sin embargo, sus voces –al igual que las de muchas víctimas- se ven ahogadas por el espíritu camorrero que abunda en ambos extremos del espectro político, tanto en las calles como en los pasillos del Congreso y otras corporaciones públicas de diferentes entidades territoriales. Los ciudadanos son invitados no a razonar sino a hacer barra por políticos que renunciaron al debate intenso basado en argumentos y lo sustituyeron por vituperios y broncas mediáticas. Así no sólo fracasa la transición hacia la paz sino también la democracia.
Tanto la construcción de paz como la democracia misma requieren del cultivo de la compasión y de la empatía. Poder identificarse con el sufrimiento ajeno y tener la capacidad moral de imaginar las experiencias del otro permite, a cada uno, poner en entredicho sus propios prejuicios y aventurarse a salir de la burbuja en la que interactúa sólo con quienes comparten los mismos estereotipos sobre los demás. Son emociones que todos poseemos pero que deben ser promovidas y cultivadas en las familias, las escuelas, las universidades, los medios de comunicación y las organizaciones privadas y públicas. Como nos lo recuerda la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, el desarrollo de esas emociones es requisito indispensable para el ejercicio de la ciudadanía en el contexto de sociedades heterogéneas y pluralistas.
Para transitar hacia la paz y tener una sociedad con múltiples conflictos que se ventilan en la esfera pública y se dirimen políticamente (no violenta o judicialmente), es necesario desaprender las emociones que la guerra ha sembrado en nuestros corazones: rabia, resentimiento, odio y miedo. No se trata de que estas emociones desaparezcan de nuestro ADN moral. La idea es que no obnubilen nuestros juicios y la forma como los planteamos públicamente. Si queremos dejar la guerra para que las múltiples conflictividades se expresen intensa pero pacíficamente, entonces empezamos muy mal esta transición caminando sobre la cuerda floja de la estigmatización del adversario.
Para cultivar la compasión y la empatía necesarias para la democracia y la paz hay que dedicarle tiempo a escuchar y a entender a los demás, empezando por aquellos que nos resultan antipáticos. Las humanidades, sostiene Nussbaum, contribuyen muchísimo al desarrollo de esas capacidades morales. Pero eso no se puede hacer sin apartarse un momento del frenesí productivo de los negocios o la vida laboral y, sin quitarle algunas horas al entretenimiento que ofrece satisfacción inmediata pero que, precisamente por no exigir nada, brinda muy poco al enriquecimiento del alma. Sin descartar esa bella dimensión del término, Nussbaum identifica el alma en forma no necesariamente religiosa, como el conjunto de facultades del pensamiento y la imaginación. Sin imaginación es imposible la empatía y por tanto, para el ejercicio de la ciudadanía y para la reconciliación, un poco de “vagancia” resulta apropiada.
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