El ejercicio de la política en Colombia no parece -a los ojos de la mayoría de los ciudadanos- una actividad admirable. Por supuesto, una parte significativa de los políticos colombianos parece empeñada en asegurar, día tras día, la persistencia e intensificación de las razones para el descrédito, no solo de los políticos, sino también del Estado, las instituciones públicas y la propia democracia.
Por ejemplo, no son pocos los concejales, congresistas y diputados que usan sus unidades de asesores, pagadas con recursos públicos, para hacer campaña en lugar de ponerlas al servicio de la calidad del control político y de las normas expedidas. Peor aún, algunos volvieron costumbre exigir a sus “asesores” parte de los salarios o de los honorarios que reciben. Mucho ayudaría a mejorar la calidad de nuestra democracia si se eliminan esas unidades y se crean organismos técnicos al servicio de cada corporación pública y no, de un político en particular.
Lo que los ciudadanos indignados en privado no perciben apropiadamente es que los primeros beneficiarios de la mala reputación de la actividad política son aquellos que, gracias a la indiferencia de la gente hacia los debates y asuntos públicos, pueden librarse de la mirada vigilante de la ciudadanía y consolidar así su quehacer en la administración o en los organismos de representación, como un negocio privado. Lo cierto es que ciudadanos atentos a la cosa pública serían, para estos “empresarios” de la economía política de la empleomanía y de los contratos estatales, un verdadero estorbo. Para ellos, el desprestigio de la política asegura la buena marcha de sus negocios.
Muchos de esos individuos -no todos- que ocupan o aspiran a ocupar cargos públicos en los diferentes niveles de la administración del Estado y requieren, elección tras elección, el mínimo número de votos necesarios para asegurar un escaño en un concejo municipal, una asamblea departamental o en el congreso de la república, no están especialmente preocupados por su reputación. Quizá son demasiado codiciosos como para hacerle concesiones a su propia vanidad o, tal vez, esta se nutre de su cínico desprecio hacia la ley, la ética y hacia sus propios electores.
Los ciudadanos indignados, pero refugiados en su vida privada cotidiana -viendo el mundo como se lo cuentan en algún canal de televisión-, tampoco se percatan de que su indiferencia es aprovechada además por minorías sectarias que sacan partido del espacio dejado por la apatía de la mayoría. Se trata de sectores que quieren imponer a todos su propia visión de la vida buena, amenazando la neutralidad del Estado y los derechos y libertades consagrados, constitucionalmente, para proteger a otras minorías desaventajadas. Así, el viejo temor liberal a los posibles abusos de la mayoría es sustituido, en nuestro caso, por los abusos de grupos sociales que cuentan con el silencio cómplice de una mayoría indolente. Las históricamente elevadas tasas de abstencionismo electoral en Colombia son una buena muestra de esa indolencia.
Lo que se pierde de vista con el deprecio a la política es que esta no es patrimonio exclusivo de los políticos. Eso es lo que muchos de ellos quieren hacer creer. Sin embargo, la política en una sociedad democrática es, y debe ser, una actividad ciudadana. No significa eso que todos debemos presentarnos como candidatos a las elecciones, sino que todos debemos ejercer plenamente el conjunto de nuestros derechos y deberes políticos de los cuales, el voto es una, pero no la única expresión.
Walter Bagehot, uno de los primeros editores de The Economist en el siglo XIX, acuñó una frase que John Stuart Mill hizo suya y que recalca el economista indio Amartya Sen: “la democracia es el gobierno mediante la discusión”. Obviamente ni Bagehot ni Mill, y tampoco Sen, tenían en mente que el intercambio de insultos en las redes sociales califique como deliberación democrática. El zoonpolitikon, el animal cívico, es un ser que se informa contrastando fuentes diversas y que opina y participa en lugar de esconderse en su estrecho círculo privado. El zoonlogon es un ser que habla, no un ser que insulta. Necesitamos volver los ojos a lo público y reivindicar, como ciudadanos, nuestra naturaleza política para nutrir y expresar nuestra voz.
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