Terminó hace apenas unos días en Manizales una feria que no tiene, todavía, el mismo bombo de la que se hace en enero -que con sus tascas y corridas y conciertos lleva todos los años una peregrinación enorme a la ciudad-, pero que viene consolidándose, de a poco, como una celebración alegre de las ideas: la feria del libro. Si a principios de año muchos todavía celebran esa tradición anacrónica de las corridas de toros (que seguramente terminará acabándose sola, sin necesidad de prohibición alguna), en los meses finales, por esta época, muchos más se unen a la fiesta que se genera en torno al mundo del libro.
Pese a que no logré asistir por cuestiones de distancia y trabajo (eso que solemos llamar la vida adulta, ay), me alegró bastante ver los carteles de invitados, en los que sobresalían reconocidos escritores, periodistas e intelectuales de distintas partes del país que, durante días, debatieron y conversaron alrededor de los libros. Y aunque vi también a un par de narradores manizaleños presentando sus obras, me extrañó, sobre todo, que los organizadores no hubieran tenido en cuenta -por un descuido lamentable, qué sé yo, o porque su libro no ha tenido la difusión suficiente-, a Marcela Villegas, una paisana que escribió una novela corta de una belleza y una intensidad tremendas llamada Camposanto, publicada hace unos meses por Sílaba Editores luego de que se llevara el Premio Nacional de Novela Corta de la Universidad Javeriana en 2016.
Ya vendrá el momento, supongo: tampoco se trata de ver lunares donde no los hay. Pero lo cierto es que no quería dejar pasar la oportunidad de hablar sobre esta novela tan bella y poderosa, que aborda en sus páginas temas que, de una u otra forma, nos tocan a todos: el amor hacia los seres queridos, el dolor, la muerte y el olvido. Camposanto cuenta la historia de Amalia, una antropóloga forense que, mientras realiza día a día el arduo trabajo de identificar huesos que años de violencia dejaron escondidos en fosas comunes, debe lidiar con el Alzheimer de su propia madre, quien va cayendo, lenta pero inexorablemente, en esa nebulosa de perder la memoria y olvidarlo todo.
Así, pues, los lectores vamos presenciando los distintos momentos en la vida de Amalia mientras nos topamos, de repente, con la voz de la madre, que en medio de su confusión alcanza ciertos instantes de lucidez en los que entiende que algo le sucede. Y así van ambas historias, entrelazándose, hiladas por una narración precisa, que va soltando en el camino bellísimas reflexiones: “Había un cuadro en especial, La parábola de los ciegos, que me producía un gran abatimiento. Un ciego que guía a otros cinco ha caído en un pantano. El segundo y el tercer ciego están a punto de caer mientras los tres últimos siguen avanzando sin percatarse de lo que ocurre. Ya adulta, mi papá me dijo que no se le ocurría mejor metáfora para la paternidad”. O bien: “A diferencia de lo que pueda pensarse, el aprendizaje más difícil en esta profesión [de forense] no es entrenarse para convivir con la muerte y descomposición del cuerpo. Es aprender a conservar el temple ante las revelaciones que hacen los muertos sobre los vivos”.
Que sea ésta, pues, la oportunidad para celebrar una edición más de esa feria sigue consolidándose en torno al libro, pero, sobre todo, para llamar la atención sobre escritoras manizaleñas que, aunque todavía no llegan a estos escenarios, están escribiendo historias memorables. Busquen Camposanto: vale mucho la pena.
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