La primera idea sobre el tema se la escuché a Alejandro Gaviria, el saliente ministro de Salud, durante un discurso de graduación que leyó en una universidad a finales del año pasado: “Mi único consejo es simple —les dijo entonces Gaviria a los graduandos—: no vean los noticieros de televisión. Cambien de canal. Apaguen el televisor. Hablen con sus padres. Llamen a la novia. Jueguen videojuegos. Lean El Quijote. Pero no les presten atención a las noticias”.
Según el discurso, —un género que el exministro ha convertido en todo un arte—, las noticias no solo “son repetitivas, exasperantes”, sino que los noticieros “se han convertido en versiones audiovisuales de los tabloides, de El Espacio: sangre en la portada, soft porno en la contraportada y, en el medio, las fechorías de políticos”.
En resumen: las noticias nublan nuestro entendimiento del mundo con un velo de negativismo que no es real; basta mirar un poco más allá, abrir el espectro, para entender que no todo es tan malo como quieren hacérnoslo ver.
Esta idea, que me quedó dando vueltas en la cabeza, volví a encontrármela hace poco en En defensa de la Ilustración, un libro del sicólogo canadiense Steven Pinker, catedrático de Harvard y dos veces nominado al premio Pulitzer.
La tesis de Pinker va por un camino similar: desde el auge de la Ilustración —nos dice—, los avances de la razón humana en materia de ciencia, humanismo y progreso, han hecho que el mundo esté mejor que nunca. Mejor dicho: que según las cifras (y para probarlo utiliza mucha estadística, eso sí), nunca como ahora la humanidad había estado tan bien.
Lo curioso es que, al igual que Gaviria, Pinker también culpa a las noticias del pesimismo actual. Según él, éstas “se tratan de lo que sucede, no de las cosas que no suceden” y también que “las cosas malas pueden ocurrir con rapidez, pero las buenas no se construyen en un día”.
El ejemplo para ilustrarlo es sencillo: si un periódico se publicara solo una vez cada cincuenta años, no informaría sobre sucesos políticos o hechos de orden público, sino sobre cosas más relevantes como, digamos, el aumento en la esperanza de vida humana o la reducción de los índices de violencia.
Sea como sea, supongo que hay bastante razón en lo que afirman Gaviria y Pinker. No se trata, por supuesto, de dejar de contar, y menos en un país como Colombia, donde todos los días un escándalo mayor reemplaza al del día anterior. No es eso. Se trata, creo, de revaluar la manera cómo estamos contando las cosas. El noticiero de televisión es el mejor ejemplo: un bombardeo incesante de noticias, una detrás de otra, que no ofrece ni siquiera un mínimo de contexto sobre un hecho determinado. Peor aún desde que empezaron a echar mano de las cámaras de seguridad para rellenar las horas interminables que duran (miren los de mediodía: empiezan a las 12:30 y a las 3:00 siguen “informando”), y pasan los videos de atracos como noticias. ¿Cómo no pensar, entonces, que las cosas van mal?
Es curioso, pero el exceso de información está produciendo justo el efecto contrario al deseado: en vez de estar informados, vemos tantas noticias que no entendemos ninguna. Sabemos por encima que algo está sucediendo, pero no comprendemos porqué. Y peor aún: nos sentimos asustados, perdidos, cuando es cierto que no estamos tan mal como creemos. Supongo que el consejo de apagar las noticias de televisión, el pitido insoportable del “último minuto” para informar cualquier cosa, sirve, sobre todo, para el buen estado de la salud mental.
Habrá que intentarlo.
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