Pasará mucho tiempo antes de que Colombia pueda tener otro prodigio de las letras como Gabriel García Márquez, el único colombiano, quizás, verdaderamente universal. No digo que aquí no haya habido ni haya ahora magníficos narradores -como Fernando Vallejo, como Juan Gabriel Vásquez, como Marvel Moreno: la lista es tan larga-, pero sí que una fuerza de la naturaleza de ese calibre, alguien capaz de hechizar con la misma potencia desbordada a tantos lectores en el mundo, es un milagro que se da solo de vez en cuando.
Cada lector tiene su propio acercamiento a la obra de “Gabo”. En mi caso particular, creo que ya perdí la cuenta de las veces que me he dejado deslumbrar por Cien años de soledad, ese libro inmenso, maravilloso, en el que cabe toda la historia de Colombia y la de cientos de países en el mundo, carajo: qué mérito. ¿Quieren conocer a este país, la violencia de principios del siglo pasado, las disputas entre liberales y conservadores, las matanzas, las luchas por el poder, la corrupción y toda esa historia tan nuestra, tan presente? Ahí está. Y luego que siga la lista deslumbrante: el amor de Fermina y Florentino en tiempos del cólera, la muerte de Santiago Nasar, el coronel destapando su tarro de café…
No están en discusión los méritos de Gabo como escritor: fue un genio, punto, y su obra seguirá viva durante años (la verdadera prueba de fuego para cualquier narrador, a fin de cuentas). Pero hay una faceta más interesante que la industria editorial rescata a cada tanto -como sucede en estos días con la publicación de El escándalo del siglo, editada por Random House-, y es la del Gabo periodista. El libro es una selección de columnas hechas por uno de sus afortunados editores, Cristóbal Pera, quien eligió textos escritos por el Nobel durante casi 40 años, y que publicó en los distintos diarios por los que pasó en vida.
Leerlas -como leer también esa selección que está en otro libro tremendo: Gabo periodista-, es confirmar que el García Márquez periodista siempre hizo equilibrio en esa tenue línea que divide la ficción de la realidad. Perdón por dañar la fiesta, pero mi hipótesis es que a pesar de la glorificación excesiva que se hace de Gabo con el oficio (“el mejor del mundo”, como dijo una vez, ay), lo cierto es que muchas veces, muchísimas, al Nobel le ganaba su faceta de escritor. Mejor dicho: que metía literatura, que inventaba, que mentía. Y eso -nos lo han dicho- es justo lo que no debería hacer nunca un periodista.
Las pruebas son muchas, abran el libro, busquen en Internet: esa famosa historia de Caracas sin agua, publicada en 1958 en la revista Momentos, en la que el protagonista, Samuel Burkart, es un personaje irreal: no existe. O esa anécdota en la que, siendo un joven reportero, Gabo llega a Quibdó enviado por El Espectador a cubrir una supuesta protesta multitudinaria que nunca se da, pero que se inventa de cabo a rabo para no devolverse con las manos vacías: literatura pura.
Nada de eso le quita un ápice de valor a su obra, pero sí sirve para bajarle un poco a esa idealización del oficio. El periodismo tiene cosas maravillosas, es cierto, pero no es, ni de lejos, el mejor trabajo del mundo. Y García Márquez, aunque tremendo periodista, será siempre un muchísimo mejor escritor.
Un genio, en cualquier caso.
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