Sucedió en México, la semana pasada: en plena sesión del Congreso, la diputada Carmen Medel, del partido Morena (el mismo del presidente electo, López Obrador), recibió una llamada urgente en la que le informaron que su hija Valeria acababa de ser asesinada mientras hacía deporte en un gimnasio de Ciudad Mendoza, en Veracruz. La sesión se suspendió de inmediato mientras la diputada, doblada por el dolor y el llanto, recibía el consuelo de sus compañeros.
Y entonces sucedió lo impensable: desde las tribunas, algunos de los allí presentes sacaron sus celulares y comenzaron a filmarla, grabando en sus memorias virtuales, quién sabe para qué, ese momento terrible. O sí: para subirlo a YouTube, para compartirlo, para que alguien, en algún lugar del mundo, lo viera luego tras la pantalla de su computador y sintiera alivio al saber que no había sido él la víctima de una cosa así de terrible, qué horror: Dios mío.
Cada vez resulta más cierto eso de que los teléfonos inteligentes nos están volviendo estúpidos. Insensibles. Narcisos. Autistas. No despegamos los ojos de esas pantallas, y cuando lo hacemos parece que se nos olvidara el dolor del otro. Las redes sociales son un monólogo incesante: yo creo esto y lo otro, y si no le gusta lo insulto, lo amenazo y lo bloqueo. Usted es un idiota por pensar diferente porque el mundo es así, como yo lo veo, y punto: duélale a quien le duela. Todos los días, a cada hora, se suben a YouTube cientos de videos de gente haciendo monerías, tratando desesperadamente de llamar la atención para ser reconocidos y tener los quince minutos de fama que a todos nos corresponden en esta era virtual.
Y los teléfonos, ay: esos objetos que ahora son cámaras, una extensión más de la mano. Vayan a un concierto y dénse cuenta: la gente no mira al artista —qué va, eso es lo de menos—, aunque haya pagado un montón de plata por la boleta. Lo importante ahora es sacar el celular y grabarlo, como si fuera la única manera de decirle al mundo “miren, yo estuve ahí”. Como si dejar escapar esa prueba irrefutable implicara haber faltado.
Esa obsesión por grabarlo todo está llegando a límites insospechados. Hoy lo que no queda congelado en una imagen o guardado en video, no existe. Usamos las cámaras para todo: desde los influenciadores famosos que llenan esos álbumes de sí mismos en Instagram acompañándolos de frases de superación, hasta los videos que sacamos por cualquier cosa —salidos de contexto, tantas veces—, para probar una superioridad moral de la que después alardeamos. Como si el día de mañana no pudiera pasarnos a nosotros mismos; como si en algún momento, seguro, no fuéramos a pasar de adalides de la moral a víctimas del infortunio, porque la vida también es eso: cometer errores.
La estúpida obsesión es tanta que, como decía una querida amiga mexicana con el episodio de la diputada Medel, nos estamos convirtiendo en un episodio de Black Mirror. Lo peor es que todos caemos, de una u otra forma: usted, yo, ellos. Todos estamos atados a ese aparato, ya qué.
Aunque, en el fondo, quizás no sea tarde todavía para preguntarnos cómo lo llevamos, qué tanto en verdad lo necesitamos. Me lo preguntó mi hijo pequeño hace poco, y no supe qué responderle: “Papá, ¿ustedes los grandes por qué miran todo el día el celular? ¡Qué aburridos!”.
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