Apenas la semana pasada, Simón Borrero, creador y presidente de Rappi -la popular startup colombiana de domicilios-, fue seleccionado como el “Empresario del año” por el diario económico La República. Entre las razones esgrimidas, la publicación destaca que es la primera aplicación nacional en convertirse en un “unicornio tecnológico”; es decir, la pionera en lograr un valor de 1.200 millones de dólares, además de la única en alcanzar una expansión a siete países y contar con más de 30.000 rappitenderos en la región (aunque, para ser sinceros, parece que estuvieran todos en Bogotá).
Desbordándose en elogios, La República explica detalladamente las razones por las cuales Borrero mereció el reconocimiento, por encima de empresarios como Munir Falah, presidente de Cine Colombia, o Jaime Alberto Upegui, de Scotiabank-Colpatria. No voy a explayarme aquí en ellas porque no es el caso, pero el que quiera verlas solo tiene que buscar el artículo en Google.
Lo que quería analizar, más bien, es el fondo del asunto, lo que no se dice detrás de un premio que suena tan pomposo: “empresario del año”. Entendámonos. Me parece maravilloso que los jóvenes emprendan, que no solamente aspiren a ser empleados de una multinacional hasta jubilarse -aunque eso resulte cada vez más utópico-, pero creo, también, que el fin no justifica los medios. Mejor dicho: que no se trata de ser el CEO (porque así es que suena importante, ¿no?), de una empresa tecnológica avaluada en un montón de ceros, si el camino para llegar a ello sigue siendo empedrado.
No digo nada nuevo. Para nadie es un secreto las decenas de protestas que han hecho una y otra vez los rappitenderos en Bogotá y en las distintas ciudades a las que ha llegado la aplicación, quejándose de explotación y precariedad laboral (¿Seguridad social? ¿Qué es eso?). Hay un reportaje tremendo en Argentina de un periodista que trabajó como domiciliario de Rappi durante diez días y mostró la otra cara de todo esto que suena tan bonito, tan imitable. Y no hablemos ya, por favor, de los problemas que ha generado el descontrol de los rappitenderos en el espacio público: bicicletas por los andenes, en contravía, jóvenes desesperados que manejan con una mano en el celular y otra en el manubrio. Yo mismo estuve a punto de ser atropellado el otro día por uno de ellos y cuando reclamé recibí de vuelta un grito furioso: “deje de ser sapo”.
A lo que voy es que, parafraseando a Zuleta en el Elogio de la dificultad, “deseamos mal”. Deseamos llegar a la cima a como dé lugar, aún si ello implica enriquecernos a costa de los demás; deseamos el prestigio y el dinero porque eso es lo que nos enseña esta sociedad: que hay que ser millonario a los treinta. Deseamos ser emprendedores exitosos para que nos admiren y nos imiten y nos envidien, aún si para ello generamos un caos público y nos pasamos por la faja a quienes de verdad nos producen la riqueza. Pero eso no le importa a nadie, qué va, porque la felicidad que nos han vendido es eso, precisamente. Y si para llegar a la cima hay que pisotear al resto, pues vaya y venga: todo sea por que nos nombren el “empresario del año”.
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