“120 millones de personas en todo el mundo necesitan ayuda para sobrevivir, como consecuencia de conflictos armados y otras situaciones de violencia” dice una de las ponencias del Comité Internacional de la Cruz Roja en el reciente Foro Económico Mundial en Davos-Suiza; el documento plantea que no hay soluciones simples para abordar o evitar los enormes daños que generan las dinámicas complejas que hoy se viven y ante las cuales la asistencia humanitaria es insuficiente. La situación de hambre en el mundo es cada vez peor, con circunstancias tan difíciles como las de nuestros hermanos venezolanos, el aumento de la desnutrición en la mayoría de las regiones de África, los problemas relacionados con el cambio climático y los fenómenos meteorológicos extremos que afectan la situación de hambre. El informe ‘Panorama Social de América Latina 2018’ de la CEPAL dice que estamos ante la cifra más alta de pobreza extrema en los últimos 9 años; con 184 millones de personas, el 30,2% de la población en pobreza y 62 millones, el 10,2% en pobreza extrema.
Podría seguir mencionando casos que se traducen en sufrimiento de seres humanos alrededor del mundo y también en nuestro entorno y no sé qué efecto tendría; podría ser que nos hemos acostumbrado a este panorama que termina convirtiéndose en paisaje natural. Cuántas veces hemos pasado al lado de una persona tirada en la calle y hemos seguido de largo, hemos ignorado al indigente que nos extiende la mano, hemos tenido el dolor y el sufrimiento a nuestro lado y no hemos hecho nada. Por supuesto que, ninguno de nosotros puede resolver solo los graves problemas que hoy atraviesa la humanidad, pero ¿Qué pasaría si nos detuviéramos para observar a nuestro alrededor y ver el rostro de quienes nos rodean, no para mirarlos con lástima sino para descubrir que lo que le pasa a él también me pasa a mí?
Estudiantes de Teología del Seminario de Princeton participaron en un estudio para ilustrar la pregunta ¿Por qué cuando tenemos la oportunidad de ayudar, a veces lo hacemos y a veces no? El resultado del estudio mostró que detenerse a ayudar o no hacerlo depende de cuánto afán se tiene, si la persona cree que está retrasada o si está demasiado absorta en su tarea. A propósito de este experimento, el psicólogo y escritor norteamericano Daniel Goleman, dice que no ayudamos cuando tenemos la oportunidad porque nuestro foco está en la dirección equivocada. Por los estudios de neurociencia social se sabe hay una reacción inmediata de ayuda cuando se pone atención y se logra una conexión con otra persona que está necesitada; el problema es que estamos demasiado centrados en nosotros mismos y en nuestras preocupaciones y no podemos darnos cuenta cómo está el otro. Es una cuestión de egoísmo e incapacidad de ir más allá para reconocer que no estamos solos y que quienes están a nuestro alrededor son seres humanos.
Compasión es la palabra que deberíamos incorporar en nuestro lenguaje, ir más despacio, tomar conciencia de nuestra realidad y fragilidad para reconocer al otro y conectarnos con su sufrimiento; no porque sea un ‘pobrecito’ sino porque es un ser humano digno que necesita cuidado y oportunidades. El primer paso para la compasión es la empatía; esto es, capacidad de tomar conciencia, aceptar y comprender los sentimientos, pensamientos, emociones y punto de vista de otros, lo que a su vez requiere que tomemos conciencia, aceptemos y comprendamos lo que hay dentro de nosotros, nos preocupa o nos genera sufrimiento. La compasión nos permite ser solidarios, acompañar a otros en los momentos difíciles, nos mueve a hacer algo para que este mundo sea mejor. El papa Francisco, en una homilía reciente, decía que la compasión no es un sentimiento abstracto sino un acercamiento concreto hacia el otro para conectarse con él, ‘jugar el corazón propio por los otros’, esto es amor. Lo opuesto al amor tal vez no es el odio, sino la indiferencia que se repite a lo largo de la historia y que hace que mucha gente buena no entienda las necesidades del otro y no sea capaz de la compasión.
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