Empiezo por dejar claridad que el crecimiento demográfico, así como muchos avances tecnológicos de la especie humana, son especialmente perjudiciales para la convivencia armónica de varios ecosistemas terrestres. No pretendo hacer negacionismo del cambio climático, ni de la necesidad de modificar muchos comportamientos humanos con el fin de salvaguardar la vida tal como la conocemos hoy. Es evidente que conservar el planeta es una responsabilidad ética que exige cambios personales, sociales, políticos y económicos. El cuidado del medio ambiente es un argumento especialmente poderoso, fijado fuertemente en nuestro instinto básico de conservar la vida.
Por eso hoy los realmente buenos son aquellos que se movilizan en bicicletas, compostan sus residuos, no usan bolsas de plástico, tampoco pitillo y compran verduras y frutas orgánicas aunque vengan en bandeja de icopor envueltas en plástico autoadherible. Esta idea está tan arraigada que para los niños que cursan la primaria es más grave que un compañero de clase tire basura al piso o que la mamá compre una bolsa plástica en el supermercado, que matonear a una niña del colegio por el color de su piel. Los políticos, que son muy hábiles leyendo esos cambios en las creencias, los hábitos y las costumbres de los ciudadanos, han entendido la importancia de incorporar estos temas en sus discursos y, tangencialmente, en sus agendas de trabajo. Por eso es común que senadores, representantes y ministros, que fueron fotografiados en enero en alguna plaza de toros del país, apoyen en abril un proyecto de ley para prohibir la tauromaquia.
Y es ahí donde el discurso y las políticas públicas eficaces para cuidar el medio ambiente se confunden. Entonces se enarbolan las banderas verdes, aparecen los defensores de las causas de las demás especies animales y sus ecosistemas, aquellos mesías que lograran, por fuera de los laboratorios, desde las tribunas y las redes sociales, salvar el planeta. Este nuevo populismo medioambiental plantea un reto importante, porque los ciudadanos tenemos conceptos muy básicos sobre cómo funcionan los ecosistemas, sobre biología, química, física, herramientas que permiten entender cuáles acciones son efectivamente eficientes para compensar el daño que le causamos al planeta y cuáles son muy eficaces para publicar la foto en las redes sociales y conseguir muchos votos.
Entonces, se invierte un enorme capital político en impulsar consultas populares que prohíben la minería a gran escala, pero que tiene como consecuencia un incentivo a la actividad minera ilegal. En lugar de desplegar toda esa fuerza política para educar a los ciudadanos en los impactos ambientales de las labores extractivas, en cómo estos pueden compensarse y en los mecanismos políticos y jurídicos para exigir a las compañías mineras que realicen su trabajo con responsabilidad. Pero claro, la educación no tiene buen retorno de la inversión en las urnas, resulta mejor el discurso indignado del mesías salvador, ahora del planeta.
Es por eso que algunos políticos andan más preocupados por interponer recursos legales y acciones públicas -es fundamental que sean muy publicitadas y ampliamente difundidas- para devolver un oso a su ecosistema, que por exigir que se implemente un sistema integrado de transporte público masivo. Evidentemente hay un compromiso ético con el oso, no solo para que este habite en su entorno natural, sino para que se mantenga en las condiciones más cercanas a las que tendría si estuviera en libertad. Sin embargo, el impacto ambiental de contar con un sistema de transporte público integrado es muchísimo más benéfico, por supuesto, es también más difícil de alcanzar, toca callos muy duros y poderosos y no tiene tan buenos menos efectos mediáticos y electorales.
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