En una situación inesperada y casi ajena a mi voluntad, estuve en el pasado Festival taurino. Fueron más de diez años sin asistir a una corrida de toros; no en vano fui adoctrinada, primero por mis hijos cuando eran pequeños y luego por amigos amantes de los animales, aunque sin llegar a convertirme en antitaurina, pues mi lugar común es estar del lado de las minorías y vaya que lo son los amantes de los toros.
Me sentí inmersa en un torbellino de emociones. Por un lado, cierta vergüenza de haber traicionado mis recién adquiridos principios. Por el otro, el deleite al apreciar de nuevo la belleza del lugar y del espectáculo en sí, las caras alegres, la belleza de las personas, la cordialidad, el himno a grito herido, la majestuosidad de los toros, la valentía del torero, el arte de la lidia. Pronto llegó la tristeza a causa de la pica, las banderillas y la sangre: mi cara hacia el lado, un impulso de querer embriagarme para ahogar la pena, el sentimiento de culpa por estar allí. Pero de nuevo los olés, los pasodobles, el batir de los pañuelos, las peticiones de indulto (si eran justificadas bajo el rigor de las reglas no importa aquí), la fiesta y su magia.
Durante mi abstracción, empecé a fijarme en los jóvenes hasta de unos trece años que miraban alelados los movimientos del torero y su faena, a observar la coexistencia de varias generaciones en un ritual que cada vez más pocos entienden, a recordar el espectáculo de las velas encendidas, el rezo de la oración a la Virgen de La Macarena, el fervor con el que se canta el himno de Manizales, y no pude más que aceptar que este rito merece ser tratado con respeto. Sin pretender entrar en un debate que a mi juicio no tiene posibilidad de ser ganado desde los argumentos, puesto que cada uno de los bandos tiene razones válidas, me parece que este es un asunto más de sensibilidad que de razones.
El apego a las tradiciones acentúa la identidad cultural de un territorio. Es innegable que la Feria de Manizales en su conjunto le confiere a esta ciudad unos atributos que la hacen orgullo de propios y extraños. No obstante, los tiempos cambian y son inevitables las transformaciones a medida que evoluciona la consciencia colectiva. Creo que la prohibición no es el camino. Y aunque estrategias como el abono Joven han sido exitosas para mantener la afición, más temprano que tarde disminuirá, y al igual que los reinados, la fiesta brava tenderá a desaparecer de forma espontánea.
Mi escenario ideal sería aquel en el que se conservara esta tradición centenaria, pero introduciendo nuevas reglas que impidieran el sufrimiento del animal y su muerte. Sé que estoy metiéndome en camisa de once varas, pero no creo que sea imposible.
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