Los guerrilleros de las Farc se comprometieron a no volver a empuñar armas contra el Estado, cuando las dejaron, al igual que a contribuir con la construcción de la paz. Ambos hechos se interpretaron como un poderoso símbolo de estos ciudadanos que transitan hacia la civilidad.
Con la dejación de armas, el ¡pum! ¡pum! se acaba, al menos con las Farc, que durante 53 años de confrontación armada dejó como resultado más de siete mil secuestrados, dos mil muertes selectivas, y poco más de seis mil soldados víctimas de minas antipersonales, además de que por estos artefactos también sufrieron hombres, mujeres, niños y niñas campesinos; asimismo, habría que mencionar a los desarraigados, los desaparecidos, y el genocidio de la Unión Patriótica (UP), entre otras muchas crueldades de esta guerra.
Mariposas amarillas registraron la dejación de armas como un gran símbolo fantástico en la medida en que ya forma parte de lo cotidiano. Casi 10 mil guerrilleros (según la caracterización realizada por la Universidad Nacional) no portan armas y el Estado, al menos con las Farc, puede dormir tranquilo. Ahora, convertido en partido político estará navegando por las letras de la Constitución Política de Colombia.
Pero este hecho invita a pensar, quizás con más detenimiento el artículo 223 de la CPC: “Solo el Gobierno puede introducir y fabricar armas, municiones de guerra y explosivos. Nadie podrá poseerlos ni portarlos sin permiso de la autoridad competente. Este permiso no podrá extenderse a los casos de concurrencia a reuniones políticas, a elecciones, o a sesiones de corporaciones públicas o asambleas, ya sea para actuar en ellas o para presenciarlas.
Los miembros de los organismos nacionales de seguridad y otros cuerpos oficiales armados, de carácter permanente, creados o autorizados por la ley, podrán portar armas bajo el control del Gobierno, de conformidad con los principios y procedimientos que aquella señale.”
Por obvias razones este ordenamiento constitucional va en contravía de aquellos que piensan que aquí, en Colombia, debería implantarse algo similar a la Segunda Enmienda de la Constitución de los EE.UU. (aprobada en 1791), que les da el derecho a sus ciudadanos a portar armas. Quienes son de este criterio, lo hacen pensando, seguramente -y con algo o mucho de razón-, en que a los miembros de las Farc les suceda lo mismo que a los militantes y simpatizantes de la UP. ¿Cómo defenderse del Estado cuando este tiene en su poder las armas? Lo que en el fondo plantean, quienes defienden esta tesis, es que la democracia no es compatible con el monopolio de la violencia por el Estado; y que, desde esta perspectiva los ciudadanos no deben delegar el fundamento de la soberanía, basamento de un Estado Social de Derecho.
Aceptar esta tesis, sería como retroceder 53 años en la historia. La gran pregunta que habría que hacer consistiría en el por qué hacen la paz las Farc (igual interrogante se daría con el Eln). Si las armas no les estaban garantizando el derecho a la vida, ¿lo podrá hacer la política? Se confía en que así sucederá. La dejación de las armas comporta la gran ventaja de que se podrá ampliar la democracia, en la medida en que surgirán nuevos actores políticos en el marco de la legalidad. La gran esperanza es que sin armas, también deberían venir nuevas formas de ejercer la política. La tradicional, está probado, no sirve, al menos, no les sirve a los ciudadanos de ‘a pie.’ Tampoco el que los ciudadanos porten armas.
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