Hay motivos históricos para creer que los estudiantes con sus protestas han conseguido logros importantes. Hay evidencias empíricas del poder de convocatoria de los discentes cuando de presionar a los gobiernos se trata: La marcha del triunfo (1964), a los manifestantes de esa época, los medios los denominaron Los comuneros del siglo XX; la de 1971, resultado del asesinato de 20 ciudadanos en la UniValle; la de 1990 que dio origen a la 7ª papeleta, que terminó por darle luz verde a la nueva Constitución P. C. en el 91; la protesta del 2011, cuando se creó la Mane, que motivó a que por lo menos 50 mil ciudadanos salieran a las calles gritando “queremos paz.”
2018. Una vez más la historia les da la razón. Más de 20 mil estudiantes de las Públicas, en todo el territorio nacional, acompañados por el sindicato del Sena, la Organización Nacional Indígena, y grupos estudiantiles de la Javeriana, la Externado y los Andes, protestan por la deficiencia en los presupuestos para las universidades públicas. Animados por jolgorios cubiertos de máscaras, disfraces y comparsas, y al son de cantos y tambores, buscan que el Gobierno entienda que sus políticas en materia de educación siguen siendo un fracaso: cada vez menos ciudadanos pueden acceder a estas universidades, los incentivos para la investigación se reducen considerablemente, las infraestructuras en peores estados... La educación superior agoniza y, al Gobierno -al igual que a los anteriores-, parece no importarle: “¿Los estudiantes?, que vuelvan después, estoy atendiendo a Maluma; y si viene Silvestre, no lo dejen esperando, háganlo pasar, qué pena. Y si ven a Carlitos, que le doy la Alcaldía de Santa Marta, es el más indicado.” Tal es la seriedad con la que trata uno de los mayores problemas del país.
Pero está el otro lado de la moneda. Conviene un poco de autocrítica. Como lo dije en mi anterior columna, es fundamental y urgente pensar que las protestas, si bien son fundamentales, conllevan un riesgo moral si no se consideran las consecuencias de las actuaciones; si no se diseñan debidamente podrían causar daño y sufrimiento a muchos ciudadanos, empezando por quienes están directamente vinculados con las universidades. Por eso, insisto en la urgencia de re direccionarlas. Siempre hay otros caminos para la resistencia. No digo que estudiantes y profesores reculen frente al perverso sistema neoliberal que acogota a todo lo que huele a público.
Pensar con más sindéresis la protesta, conlleva no perder de vista la imperiosa necesidad de reconocer la importancia de poner el acento en la formación ciudadana dentro de la universidad, de que el auto examen (al mejor estilo socrático) contribuya con pensarse como sujetos de derecho, que estimule la reflexión por lo que sucede en la propia institución. El problema grave no es solo la falta del presupuesto adecuado, sino también el reconocimiento de que en cada universidad hay asuntos que la pueden volver ingobernable.
Los universitarios deben convertir las aulas, las cafeterías, los pasillos en escenarios en donde se aprenda a participar en la democracia participativa; en donde todos pongan sobre la mesa sus intereses, la demanda de sus derechos, y se abra el debate político que permita solucionar los conflictos internos de manera productiva. Debe primar la inteligencia y el amor para diseñar un futuro más digno, más humano.
Es imperativo que no se deje suspender ni cancelar el semestre académico. Volver a las aulas y descentralizar las protestas; tomar la iniciativa de establecer mesas sectoriales en la que participen empresarios, industriales, representantes políticos y los padres de familia. La ciudadanía toda, tiene derecho a saber, con la mayor precisión posible, los problemas centrales de la educación superior. Es un deber que los profesores expliquen por qué cuando declaran renta, los nuevos impuestos les quitan por lo menos un salario y medio mensual; y que, al igual que a ellos, los impuestos ya comenzaron a hacer carrera tras el bolsillo de todos los ciudadanos.
El malestar y la tristeza que sienten estudiantes y profesores deben volverse una causa nacional; de lo contrario, de nuevo, se quedarán solos y las aulas de las universidades públicas se quedarán finalmente también solas.
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