Hay vidas que se gastan sencillamente en vivir, en pasar sin dejar huella, otras que se empeñan en crear y en aportar, dejando traza en la historia. Solo algunas se proponen preguntas más complejas de la existencia, y muy pocas se arriesgan a dar sentido, no a preguntar sino a responder, que cambian vidas.
Pues bien, hace más de dos mil años hubo un judío, sencillo y oriundo de un pequeño pueblo, se atrevió a ir un poco más allá, aún en contra de todo lo establecido por el poder religioso y político de su época. Y ese sentido de vida, hecho testimonio, terminó despreciado, martirizado y luego crucificado hasta morir; pero, ¿y por qué no? Si es precisamente en el contacto con la experiencia del sepulcro que el sentido de la vida se clarifica y consigue elevarse en toda su potencia sobre la finitud del mundo.
Durante una semana del año, la liturgia cristiana y católica invita a celebrar “los misterios de la pasión, muerte y resurrección”, y con esta expresión no falta a la verdad. Es un verdadero desafío entender cómo acompañando el sufrimiento de otro se asume mejor el propio, cómo la injusticia que recae sobre un inocente se transforma en fortaleza y perseverancia para otras víctimas, cómo la crueldad y la mentira se revelan como un yugo del que nadie permanece exento, más aún, cómo por encima del dolor, de la muerte y la soledad, una vez más brota fortalecida y vigorosa la esperanza que nutre e inmortaliza la vida. En realidad, la única muerte consiste en una vida sin sentido, que es lo mismo que vivir sin aquél que le da sentido, pues en su ausencia todo se convierte en fracaso, vanidad, esfuerzo inútil, finito reciclaje o éxito pasajero.
La vida es el reto, la muerte no es la última palabra, ahora bien, encontrar para ellas un sentido en medio del camino terrenal es lo que rescata al individuo de un inminente abismo de insignificancia. En las celebraciones de la Semana Santa los creyentes se enfrentan a ambas experiencias, lograrán vislumbrar la gran invitación de la fe y entonces se levantarán entusiastas para retomar sus mundos cotidianos con el espíritu inflamado, el corazón limpio y un deseo incontenible de comenzar la vida otra vez.
La celebración de la Semana Santa es un momento para preguntarse por las raíces profundas de nuestra existencia, para darle un horizonte de sentido a la vida que se juega en la relación con los demás, en los proyectos comunes de sociedad, en el rescate de los excluidos y marginados, en la capacidad de perdonar y de buscar el bien de los enemigos, en la posibilidad de volver a hilar el tejido social a punta de creer en los demás, en darle una nueva oportunidad a la confianza entre todos, para que entre todos dignifiquemos la existencia.
La vida de Jesús en el límite de su pasión y muerte, y en la apertura de su resurrección, es la fuente de liberación para todos de tantos obstáculos que cada uno le pone a su existencia por nuestros miedos, egoísmos, ingenuidades, heridas y dolores. Vivir la Semana Santa es dejarse tocar por la dinámica de renovación espiritual para vivir más al servicio de los demás. Dignificando la vida, nos dignificamos a nosotros mismos.
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