Históricamente, el precioso metal ha dado mucho de qué hablar; y ha sido, por excelencia, signo de poder y riqueza. Igualmente, el oro es instrumento de avaricia, elemento para la vanidad y señuelo de la codicia. Las características de este metal son superiores a las de cualquiera otro, por su deslumbrante brillo, su ductilidad para trabajarlo y formar con él sofisticadas figuras y su condición de incorruptible, sin importar cuál sea el ambiente en el que se encuentre.
Esas virtudes lo han convertido en objetivo de los poderosos de todas las épocas, que han patrocinado las más atrevidas expediciones para buscarlo; y en símbolo de poder de culturas aborígenes, como las americanas, para las que, paradójicamente, el oro se convirtió en maldición, porque los conquistadores europeos, mucho más salvajes que los indígenas, convirtieron en lingotes infinidad de piezas elaboradas magistralmente, que ahora serían verdaderos tesoros artísticos y atractivo para el turismo selecto, como es en efecto lo que logró salvar y conserva en su Museo del Oro el Banco de la República de Colombia, al que acuden todos los días ríos de personas de todo el mundo.
Muchas de esas piezas fueron adquiridas a través de los buscadores de oro, o guaqueros, el principal de ellos don Luis Arango Cardona, legendario personaje oriundo del suroccidente antioqueño y asentado en el Quindío, quien, además de escarbar las entrañas de la tierra, oficiaba de antropólogo empírico y en sus relatos memoriosos rescató historias de la cultura Quimbaya, principalmente; e interpretó el sentido de sus trabajos de orfebrería, paralelamente con la cerámica, que don Luis, contrario a otros guaqueros depredadores, preservó y conservó con esmero.
Parte de ese valioso tesoro de orfebrería fue el que el presidente encargado de Colombia, don Carlos Holguín, en 1892, le regaló a doña María Teresa de Habsburgo, reina de España, que la Academia de Historia del Quindío lleva varias décadas reclamando que sea devuelto. Pero aterricemos, porque “después de ojo sacado no hay santa Lucía que valga”.
El oro, entonces, además de haber servido para que los avaros de otras épocas lo enterraran para escondérselo al gobierno y a los ladrones; de representar el poder y la vanidad en sus más frívolas manifestaciones; y de atraer la codicia de países colonialistas y de bandas criminales, es un soporte de largo aliento para las economías oficiales, como respaldo de sus emisiones monetarias; constituye aval para garantizar el desarrollo de futuras generaciones; y lo utiliza industrialmente la tecnología para elaborar partes de equipos médicos e informáticos. Desafortunadamente, un altísimo porcentaje de su explotación se hace de forma ilegal y se mercadea de contrabando, para beneficio del crimen organizado, provocando incalculables daños ambientales.
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