Si se parte del trillado refrán “la unión hace la fuerza”, puede inferirse que muchas comunidades fueron exitosas en su proceso evolutivo, crecieron económicamente, desarrollaron su estructura física con eficiencia, superaron dificultades imprevistas, formaron juventudes sanas y bien educadas y progresaron en paz y armonía, gracias a que la comunidad empujó para el mismo lado, sin dejar que prosperaran divisiones perversas, producto de la mezquindad de unos, la ambición egoísta de otros y el deseo de notoriedad de otros más.
Además, entendieron que la igualdad social y económica absoluta es imposible, pero sí se puede equilibrar el bienestar con fórmulas sencillas de solidaridad, para que “el que necesite saque y el que pueda eche”, como rezaba el aviso que un cura de pueblo puso al lado de una ponchera en el atrio de la iglesia, para que el cristianismo funcionara por iniciativa de los feligreses, sin necesidad de decretos oficiales ni cantaletas moralistas.
La política, que es un mal necesario, ha desviado los instintos naturales de la gente de unirse para progresar, al imponer, a partir de coaliciones politiqueras, un estilo político-social proteccionista, para que las comunidades no actúen por sí mismas, sino que se atengan a que los políticos gestionen ante el Estado la cobertura de sus necesidades, a cambio de que voten por ellos y los mantengan en el poder.
Ese fenómeno, que sacó del liderazgo social, económico y político a personalidades que actuaban con eficiencia y desinterés personal, les entregó a los políticos el poder absoluto. Y se creó un paternalismo nocivo, que acabó con la solidaridad social y con la iniciativa colectiva para el progreso y el bienestar, y conformó unas células sociales parasitarias (feudos podridos), administradas por políticos y financiadas por mafias de diversos pelambres, que surgieron a partir del boom del narcotráfico y del imperio de la corrupción.
A ese fenómeno le han puesto nombres diversos los sociólogos; ha sido objeto de profundos estudios, que realizan organizaciones especializadas, que devengan jugosos honorarios, para que sus investigaciones descansen en paz en los anaqueles oficiales; ha motivado el surgimiento de líderes que ofrecen “el cambio”, una expresión tan manoseada como desprestigiada; cavó profundas chambas para dividir la sociedad; acabó con el estilo paternalista de los ricos y de las grandes empresas; y colocó en los sitiales de la veneración a nuevos ricos envanecidos, a politiqueros insuflados de poder y a colectividades electoreras surgidas de ocasión, sin ideas ni principios, inspiradas únicamente en ganar en la rebatiña electorera, para apoltronarse en las curules parlamentarias, en el dulce exilio diplomático y en los altos cargos ejecutivos, a disfrutar de las mieles de los presupuestos oficiales.
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