El sistema político imperante en Colombia vale la pena analizarlo, para preservar la democracia, que con todas sus imperfecciones es la mejor opción. “La democracia es el peor de los sistemas políticos, con excepción de todos los demás”, dijo Churchill. Ante la inminencia de un cambio de gobierno en Colombia, se impone hacerles ver a los aspirantes que el ideal no es conquistar votos cautivos de la corrupción, enquistada en las comunidades donde impera el más depravado comercio electoral, sino abrirles los ojos a los votantes, para que vean por el desfiladero que puede precipitarse Colombia, si siguen eligiendo a politiqueros aliados con mafiosos. Empresarios, docentes, líderes populares, curas párrocos, dirigentes gremiales y sindicales y cualquier otro ciudadano que tenga influencia sobre grupos de personas, debe hacer pedagogía para que la gente vote con seriedad, pensando en que el bien común está por encima de intereses mezquinos. Y los aspirantes presidenciales deben ponerle lógica a sus sueños y admitir que las condiciones actuales imponen coaliciones con objetivos altruistas, que atajen a caudillos con delirios de poder o a mesías inflados de soberbia, que pretenden cortar el mundo a la medida de su egolatría.
Para comenzar a buscar las causas de todos los problemas del país, hay que asomarse por las curules del Congreso Nacional, cuyos integrantes corrompen al ejecutivo, condicionando su apoyo a los proyectos de ley que presenta a la entrega de recursos para supuestas obras regionales y al nombramiento de altos funcionarios, especialmente en entidades que manejen grandes presupuestos y tengan abundante burocracia. Y corrompen también a la justicia, negociando elecciones de magistrados y comprando fallos. Ese mal no tiene otra cura que educar al elector. “No todo el mundo cuenta con cualidades intelectuales y capacidades de análisis para tener derecho a elegir un mandatario”, dijo Sócrates hace 2.600 años largos y cada vez tiene más razón.
Las propuestas para las elecciones presidenciales de 2018 muestran estas alternativas: El caudillismo de un personaje que es un electorero-revelación. El populismo de un político ignorante y soberbio, que escarba votos en la zupia. La figura de un ejecutivo eficiente y honesto, a quien algunos rechazan por su talante personal. Otros precandidatos, con méritos, pero sin posibilidades reales de triunfar. Y un estadista de probada capacidad, que se ha destacado en todas sus actividades públicas y privadas. Pero, ante la amenaza del caudillismo o el populismo, diseminar los votos es un suicidio. Es necesario un acuerdo entre aspirantes idóneos, para que se escoja a uno de ellos y los demás lo apoyen. Si se atomizan los votos, por entre las piernas se les mete un extremista.
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