Una señalización social arbitraria de los términos izquierda y derecha ubica al primero al lado de los estratos bajos (pobres, obreros, artesanos, trabajadoras sexuales, intelectuales espontáneos y rebeldes…) y al otro lo identifica con las élites sociales y económicas y con las jerarquías religiosas. Hasta en el Gólgota se hizo evidente la discriminación: el ladrón bueno era el de la derecha y el malo el de la izquierda. Y en épocas por fortuna superadas, a los niños que mostraban inclinación a ser zurdos se les obligaba a usar la mano derecha, inclusive atándoles la izquierda a la espalda.
La actual campaña política colombiana señala al grupo más conservador, y opositor tozudo, como la extrema derecha y al populista como la extrema izquierda. Estas dos tendencias han mostrado una intención de voto democrático mayoritario, sumadas las dos, mientras que en el centro, donde se equilibran las ideas políticas para balancear la gestión pública, se coquetea con los votos y se engalanan las vanidades, para tratar de armar alianzas, cada vez más parecidas a pretender casar un dado en una arandela. Cada uno de quienes lideran los movimientos en contienda pretende coaliciones alrededor de su nombre, sin importarle lo que indiquen las tendencias de opinión, porque ninguno reconoce las encuestas, cuando no lo favorecen.
Del discurso de los diferentes candidatos se deducen variadas propuestas para gobernar, algunas concretas en temas políticos, económicos, sociales, judiciales y demás, aunque los candidatos saben de sobra que en una democracia representativa todas las iniciativas, para que se conviertan en leyes, deben pasar por el tamiz del Congreso Nacional, donde los intereses personales de sus miembros son un mercado persa, donde prima el “quién da más”, a la hora de votar en favor o en contra un proyecto de ley.
El candidato populista, distinto a los demás en contienda, tiene un discurso etéreo, gaseoso, inspirado en lugares comunes de una izquierda fracasada en muchos países, que pretende meterles la mano al bolsillo a los ricos para acabar con la pobreza; y, lo que es peor, arrebatarles a los capitalistas las empresas que manejan con eficiencia, para repartir sus recursos en limosnas electoreras. Y, a falta de argumentos serios, proclama el ególatra personaje en sus peroratas emular con Jorge Eliécer Gaitán y Luis Carlos Galán, figuras relevantes de la historia nacional, y declararse, en sus obsesiones caudillistas y delirios de grandeza, sucesor de ellos, cuando al pobre populachero “le falta mucho pelo para moño”. O, como decían las abuelas antaño, “no está ni tibio, mijo”.
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