“A grandes males, grandes remedios”, dice el refranero popular. Y el sentido práctico impone soluciones, más que críticas o decisiones en caliente. Sobre el tapete de las noticias recientes están dos instituciones que preocupan a las comunidades, porque son indispensables para el buen suceso de la sociedad, pero, manejadas por humanos, están expuestas a las falencias propias de su condición y a los daños sociales que sus malos procedimientos pueden causar. Esas instituciones son el cristianismo y la democracia. El primero, a través de los siglos, se ha enquistado en la mente y en el alma de millones de fieles, ha conquistado un poder inobjetable y es un factor de equilibrio social y de amortiguador de desigualdades, si se practican sin desvíos las enseñanzas de Jesucristo. La otra institución es la democracia, originaria del ágora ateniense, que se ha impuesto sobre diversas formas de absolutismo y ha conquistado el poder en los países más influyentes del mundo, en desarrollo social, económico y cultural.
Quienes dirigen y representan al cristianismo, desde la cúpula del Vaticano hasta los más humildes curas “rasos”, se han hecho a la idea de que son representantes directos y personales de Jesucristo, y así se lo han impuesto a los feligreses. Pero su condición humana no está exenta de graves faltas, que se han ocultado durante siglos para no afectar la imagen de la iglesia, en un “tapen-tapen” erróneo que se desbordó, para causar un mal mayor del que hubieran causado las sanciones oportunas a los infractores, sometiéndolos a las leyes civiles, sin pretender privilegios “por ser quien sois”.
Igual ha sucedido con la democracia, en cuyos cuerpos colegiados conviven prohombres y villanos, arropados todos con un manto de privilegios, bajo la figura de “representantes del pueblo soberano”, que los unos utilizan para enaltecerlo y mejorarlo y los otros para esquilmarlo y ascender social y económicamente (ellos y sus cercanos familiares y amigos), por tortuosas escaleras de picardía e infamia.
En ambos casos, la iglesia y la democracia, se ha impuesto la figura de la “solidaridad de cuerpo”, para que los buenos disimulen las bellaquerías de los malos, por cobardía o por no afectar la imagen de las instituciones. “A lo hecho, pecho”. Los buenos al altar y a las curules y los malos a los tribunales, si se quieren salvar, para bien de los pueblos, el cristianismo y la democracia.
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