Como en las “vidas paralelas” de Plutarco, los resultados económicos del trabajo de cafeteros y escritores discurren sobre rieles que nunca se juntan pero tienen idéntico destino: sobrevivir pecuniariamente saltando matojos, porque caficultores y literatos hacen su trabajo por vocación más que por ambición. Además, los suyos son oficios que no varían al vaivén de las circunstancias, porque hay razones de mucho peso por las que un cafetero no puede cambiar su cultivo por otro de un año a otro. Es decir, que si la cosecha de un año fue mala o los precios no alcanzaron a cubrir los costos y menos a dejar utilidad, es imposible pensar en que se van a erradicar los árboles de café y al año siguiente se va a sembrar maíz, fríjol, yuca o cualquier otro producto de mejores perspectivas comerciales. Ni el escritor, en cuyos entrepaños intelectuales reposan cuentos, novelas y poesías, va a cambiar de vocación por los malos resultados económicos de su producción, para convertirse en astrónomo, ebanista o mecánico. Y, como siempre, esa circunstancia la aprovechan los intermediarios para lucrarse; y del mercadeo del café y de la literatura a los que menos les toca es a los productores.
La cadena comercial del café comienza con el campesino que lo cultiva y beneficia con esmero para obtener una óptima calidad; sigue con el comprador del pergamino, que impone condiciones de secado y tamaño del grano y fija el precio de compra, que no es discutible; continúa con la trilladora, que fija nuevas condiciones de calidad y otro precio a su conveniencia; sigue con el exportador, que busca compradores en el exterior y maneja el negocio en dólares, bajo condiciones impuestas por las bolsas de valores, cuyos altibajos son un misterio y usan un lenguaje comercial casi misterioso; y termina en las cadenas de tiendas de café, detrás de las cuales están los pulpos multinacionales, que imponen las condiciones y matonean el mercado, importándoles un comino la situación social y económica del campesino caficultor, primer eslabón de la cadena, que es al que menos plata le toca de todo ese tejemaneje.
De la misma manera, quienes producen literatura, salvo excepciones que pueden contarse en dedos de manos y pies en todo el mundo, andan con sus originales en una carpeta bajo el brazo o en una memoria buscando quién se apiade de su anonimato y publique sus obras. Esos “mecenas” pueden ser las arrogantes editoriales, cuyas condiciones son humillantes; las entidades públicas promotoras de la cultura, que le “ayudan” al autor, después de interminables antesalas y de la mediación de padrinos, publican su obra, hacen el lanzamiento y posan para la foto, sin pensar en que cualquier beneficio económico debe quedarle al escritor. En últimas, el único “lucro” es la satisfacción de ver publicada su obra.
Parece mentira, pero dos actividades tan distintas, una agrícola y otra intelectual, caminan paralelamente sobre rieles de ilusión.
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