Una idea que ha trascendido los tiempos es que la administración pública es ineficiente. Pero, peor que eso, es que es estorbosa. Es decir, que “ni raja ni presta el hacha”; y contra sus designios no valen razones ni súplicas, porque un burócrata obstinado es inconmovible. Esa es una de las razones por las cuales se afirma, con razón, que el Estado es mal administrador; y culpable, en buena parte, de que las cosas no funcionen bien; y del despilfarro y las malas inversiones, que tiran a la basura un alto porcentaje de los presupuestos oficiales; o se lo echan a los bolsillos de la corrupción. Contra ese mal endémico se han ensayado remedios y paliativos que de poco han servido para erradicar el mal; o siquiera para “reducirlo a sus justas proporciones”, como prometió hacer con la corrupción el presidente Turbay (1978-1982), con resultados nulos.
Una de las razones que pueden esgrimirse para explicar el mal funcionamiento de los entes oficiales es que la mayoría de sus empleados son escogidos por influencias políticas, sin ningún criterio de selección por méritos y capacidades. Lo de la cacareada “meritocracia” no es más que una palabra vana, con la que tratan de disimular el mal los responsables de nombrar funcionarios, pero detrás de ellos están los políticos con su fardo de hojas de vida. Ese mal endémico explica el por qué se dictan leyes y se promulgan decretos ejecutivos que terminan en letra muerta, porque son burlados o engavetados por burócratas mañosos.
Las excepciones que confirman la regla anterior son numerosísimas, pero los funcionarios probos y eficientes viven de frustraciones y desengaños; y una de dos: o se van para otra parte o se hacen los de la vista gorda, por la necesidad de conservar el puesto.
Desafortunadamente, la ineficiencia de funcionarios claves y su arrogancia y suficiencia son la causa de que se perjudiquen procesos vitales del desarrollo social y económico, como la inversión en exploración y explotación minero-energética; la agroindustria; la construcción; el desarrollo de la creatividad tecnológica; la infraestructura vial y de servicios básicos; y muchos otros frentes de producción, que tienen que someterse a procesos de licencias y autorizaciones, que tienen que pasar por filtros indispensables, que manejan burócratas con perfil de “mulas muertas”, cuyo criterio se basa no en cómo se pueden hacer las cosas, sino en por qué no se pueden hacer, lo que dilata los procesos, eleva los costos y estimula la corrupción, porque contra la tozudez de un burócrata cabe el recurso del soborno.
Resulta, entonces, perverso echar mano de la situación anterior como argumento de campaña política, para desacreditar a los gobernantes de turno, con la promesa, reiteradamente incumplida, de que “nosotros sí vamos a cambiar las cosas”. ¡Mamola!, como solía decir Gaitán.
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