El concepto de “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, como lo idearon los filósofos y gobernantes griegos, inspiradores de la cultura occidental, y lo entendieron cabalmente estadistas como Abraham Lincoln, autor de la frase citada, con la que remató su célebre discurso de Gettysburg, cada vez se distorsiona más, a medida que quienes ejercen el poder acomodan las circunstancias para que favorezcan sus intereses personales, individuales o de grupo. Y el asunto ha adquirido perfiles de inmensa gravedad, cuando tales intereses van más allá de la vanidad del poder, para transitar por los mezquinos peladeros del enriquecimiento. Los lujos de mansiones y apartamentos, paradisíacas fincas de recreo, autos de alta gama y amantes de glamur, han reemplazado las ideas para conducir las naciones por tal o cual camino, de acuerdo con principios acordados por organizaciones políticas, inspiradas en alcanzar el bienestar económico y social de los pueblos, por distintos caminos pero con idénticos objetivos.
Lo que se ve en el panorama mundial, en cuando a la conducta de mandatarios, parlamentos y jueces, más que estremecer, asusta. Que los gobernantes esquilmen los erarios y dilapiden los recursos que son patrimonio social; los legisladores se asocien con las mafias para conseguir recursos que financien sus campañas; y los magistrados vendan sus fallos y salgan pensionados a ejercer la profesión, no pocas veces en contra de la Nación, es por estas calendas una constante en todos los continentes; y ha permeado países que se consideraban paradigmas de democracia. Entre otras cosas, porque la mediocridad se ha instalado en todas las instancias del poder. El ancestral gobierno de los más sabios desapareció, para dar paso a las habilidades electoreras de quienes aspiran a representar a los pueblos, valiéndose de cualquier estrategia, atenidos a que “el fin justifica los medios”, que practican, así no tengan idea de quién fue Maquiavelo, pero escucharon la frase y les sonó bien.
Uno de los principios de la democracia es que quien gana las elecciones tiene derecho a ejercer el cargo de acuerdo con sus ideas y principios; y el perdedor también tiene derecho a constituirse en veedor, para vigilar que las acciones de los dignatarios no se distraigan de los objetivos del bienestar general y los recursos públicos se manejen con eficiencia y pulcritud. A lo que no tiene derecho la oposición es a obstaculizar con patrañas de diferente índole, para impedir el normal desempeño del gobernante. Pero los partidos ideológicamente desaparecieron; la moral se redujo a las matas de mora, de la chiquita, que se dan en las chambas, a la vera de los caminos; y la célebre frase del general Herrera “la patria por encima de los partidos”, pronunciada para acabar con la Guerra de los Mil Días, fue modificada. Ahora es: “La plata por encima de los partidos”.
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