Todas las gestas que han marcado hitos en la humanidad han sido ejecutadas por jóvenes, motivados y dirigidos (u obligados) por personas mayores, que a la postre son las que se quedan con los méritos, posan para las cámaras y reclaman los reconocimientos. Y los muchachos aportan los moretones, las fracturas y los muertos; y pasan a la historia en forma anónima, inscritos en el monumento del “soldado desconocido”, sin identificación.
Eso ha pasado desde épocas que se pierden en las nebulosas de la historia, pero es relevante el instinto bélico de los espartanos, que educaban a niños y adolescentes para ser guerreros, por encima de cualquiera otra actividad que pudiera ser más útil a la sociedad. Tal fanatismo llegaba al extremo de que las madres, cuando los hijos marchaban a la guerra, les exigían que regresaran “con el escudo o sobre el escudo”; es decir, victoriosos o muertos.
Cuando se miran los testimonios que registran las guerras, incluidos los cuadros que penden de las paredes de todos los museos y las películas que han grabado heroicos camarógrafos, se observa que los soldados rasos son “pelaos”, casi niños, que marchan con morrales a la espalda y fusiles al hombro, mientras los altos oficiales dan órdenes desde imponentes cabalgaduras o repechados en autos descapotados. Esos militares obedecen a dirigentes políticos que no pudieron resolver diferencias ideológicas, geográficas o económicas con los argumentos del bla-bla-bla parlamentario o diplomático, y convocaron a la guerra “para salvar el honor y la soberanía de la nación”, como dicen para alborotar estériles nacionalismos.
Llegó la hora de construir una paz “estable y duradera” en Colombia, comenzando por bajar de los pedestales y descolgar de las paredes las figuras de tantos “héroes” de las guerras civiles (“caudillos del desastre”), que estimularon la violencia política, y arrastraron tras de sí a millones de jóvenes que jamás regresaron a los pueblos, al campo y a los hogares; y apoyar el clamor de los muchachos que reclaman presupuestos para la formación gratuita y de calidad en ciencias, educación, arte, deporte y otras disciplinas liberales; acabar con el servicio militar obligatorio y destinar soldados y policías a reconstruir los destrozos de la guerra, a erradicar bandas criminales, sin treguas ni consideraciones; a garantizar la seguridad ciudadana, a tender puentes, a canalizar ríos, a abrir caminos y a sembrar progreso en surcos que no se rieguen con lágrimas.
Esos jóvenes, soldados y policías, son hermanos, primos y amigos de los estudiantes que marchan para exigir apoyo del Estado para formarse en disciplinas que les garanticen un buen futuro, y “no tienen por qué pelear una pelea que no comenzaron”.
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