Con toda la capacidad que ha demostrado el hombre para resolver enigmas, como los que hay debajo de la corteza terrestre y los del cosmos, entre muchos, sobre los cuales ha desarrollado teorías y demostrado evidencias, con la muerte no ha podido. Lo de la luz al final del túnel; el regreso después de desconectarse de la vida; la invocación de espíritus por intermedio de médiums; las apariciones en sueños de personas conocidas o no, fallecidas con anterioridad; los “testimonios” de resucitados, que les han servido a las religiones para fortalecer entre sus feligreses los miedos inculcados; y las premoniciones de brujos y adivinos, en las que muchos incautos creen, no son más que fantasías sin sustento real. Al menos así las ven los escépticos, para quienes lo de Tomás y la mano metida en el costado del Señor, donde le clavaron la lanza; y el dedo en las heridas de las manos, que perforaron los clavos sobre la cruz, no son más que recursos para magnificar la virtud de creer en lo que no se ha visto, o fe de carbonero. A esta última se atienen quienes se dejan llevar por la vida, como discurre el agua en el cauce, entretenidos en diversas actividades, para que no se haga muy larga.
En cuanto a interrumpir el proceso vital de forma abrupta, o suicidio, sin esperar “los designios de Dios”, según algunas religiones; o el proceso natural definido por la ciencia, tampoco se ha podido definir con certeza si es un acto de valor o de cobardía. En la cultura judeocristiana el suicidio es mal visto, aunque la decisión de quien lo ejecute se respete. Y en otras culturas es una forma de protesta política o un acto de honor, como los bonzos en Vietnam, que se prenden candela en las manifestaciones contra el gobierno; o los ejecutivos japoneses que se hacen el harakiri públicamente, cuando los pillan haciendo trampa en funciones de su responsabilidad. Otros asumen el caso más folclóricamente, como Berceo, el nuestro, no el español, quien decía. “Yo no me mato, por no aprovecharme de un pobre pendejo como yo.”
Hay, en concepto de muchos, una muerte ideal: la súbita, sin la expectativa de enfermedades largas y dolorosas. Nuestro amigo Ariel Ortiz Correa hizo uso para morirse de la misma inteligencia con la que había vivido 73 años, después de dejarle a su nieta, como ella misma lo declaró, entre muchos legados, “su amor por el liberalismo”. Organizó en Bogotá un encuentro con amigos entrañables, de profesión, tertulia, comunión de ideas políticas, patriotismo, humanismo… Pasó la tarde con ellos, temprano se fue a descansar, sintió un intenso dolor, lo llevaron a una clínica y pocas horas después murió. Cómo admiramos su inteligente y súbita forma de irse definitivamente, pero cómo lo vamos a extrañar.
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