En los cursos sobre desarrollo personal y motivación se propone que, antes de opinar o decidir sobre determinado asunto, se trace una raya por la mitad de una hoja de papel y se escriban enfrentados los pros y los contras, para hacer un balance, sobre la base de que nada es perfecto. La situación social y política desespera y la gente se arranca las mechas de impaciencia (la que tiene mechas, obvio; la otra se rasca la cabeza) y piensa que Colombia va “cuesta abajo en su rodada”, poseída de un escepticismo paralizante. Pero hay que hacer cuentas, porque un juicio acertado tiene que partir de realidades, pensando y obrando en función de la sociedad, sin egoísmos.
“Después de ojo sacado no hay santa Lucía que valga”, dice el refrán, para señalar que con sacar trapos al sol y recriminarse unos a otros no se construye un futuro deseable para el mejor vivir de futuras generaciones. Lo que sí se impone es cortar por lo sano lacras que en un momento desafortunado de la historia cambiaron los objetivos de vida y la conducta de las personas. En el caso colombiano, la “cultura” del narcotráfico, con su objetivo del enriquecimiento fácil, que para mayor desgracia afectó al sector más sensible de la población, y su mayor riqueza: la juventud. Y, de paso, se incrustó en la política y por su conducto en la administración pública. Esa realidad no puede taparse con eufemismos, ecuaciones verbales, teorías importadas o sofismas de distracción.
El daño que hacen los carteles de la droga, y otras mafias colaterales, no se repara sino con educar a jóvenes y niños para que actúen en la vida en función de prepararse académica y moralmente para ser útiles, y así, a través de una gestión laboral honesta, razonablemente remunerada, construir un futuro de paz, tranquilidad, satisfacciones y reconocimientos. De esa manera, los que están podridos, y lograron incrustarse en los estamentos del poder, se eliminarán, para ser reemplazados por otros, con mentalidades y objetivos distintos y valores renovados. ¿De qué depende que eso se haga realidad? En una democracia representativa, con el voto popular son posibles las revoluciones pacíficas, en la medida que la gente aprenda a hacerles cuentas a sus decisiones electorales, sin escuchar cantos de sirena de aspirantes a cargos de elección, que ofrecen pagos de facturas de servicios, cajas de lechona, tamales y medias de ron, que a la postre saldrán del bolsillo del elector, dueño natural de los recursos del Estado, que los elegidos van a sustraer mañosamente, para recuperar lo invertido en sus campañas. Ante la duda, cuando no se tiene certeza de qué hacer o a quién escoger, queda el recurso democrático de votar en blanco, que es una manera legítima de expresarse. Pero votar, porque ese es un derecho y un deber del ciudadano.
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