El mundo moderno y la forma como han cambiado las costumbres, impuestas por múltiples factores, ofrecen el espectáculo de nuevas paradojas, entre ellas que ahora no se considera loca una persona que habla sola, porque lo que hace es conversar con otra a través de un aparato que no se ve; y manotea, gesticula y acciona, como si tuviera frente a un auditorio. De la misma manera, aparatos a los que si acaso se les podían leer avisos, ahora “hablan”, como los cajeros automáticos, los ascensores y los carros, que hasta hace poco hacían lo suyo callados y el único que “hablaba” era el radio, si el conductor lo encendía.
Un genial aparato identificado como GPS indica de viva voz cómo se llega a determinada parte, por desconocida que sea, sin necesidad de preguntarle a nadie. Y las voces de esos aparatos son cálidas y amistosas, “lo más queridas”, no contradicen y si el conductor se embolata le repiten las instrucciones sin regañarlo, contrario a lo que normalmente hacen las señoras cuando van de copiloto. Y los viejos desde el puesto de atrás, cuando conocen la ruta. “Hágame caso que yo allá he ido infinidad de veces”, dicen con esa autoridad que la nostalgia impone, para no dejarse sacar de las decisiones y mantenerse vigentes. “Déjelo”, se dicen los muchachos entre sí, de una manera casi misericordiosa.
Sobre las cosas que suceden en épocas de globalizaciones, tecnicismos, neologismos, destapes y renovación de costumbres personales e interpersonales, algunos mayores se escandalizan y asumen una actitud de controversia permanente, que lo único que sirve es para que se les suba la bilirrubina, se les altere la presión arterial y terminen braveando solos, porque nadie les para bolas; y menos les hace caso. Hasta hace poco se decía que los niños debían tener el acompañamiento de un mayor responsable. Ahora es al contrario: los viejos tienen que andar con un niño que les explique cómo funcionan las cosas; dónde están los peligros (que son muy distintos a los de antes); y qué quieren decir las nuevas expresiones, para que no se queden con los ojos brotados sin entender nada. O se reboten.
Ante realidades contundentes, como que los consejos de ancianos ya no se usan; nadie opina argumentando experiencia, ni nadie le para bolas; y las canas no indican sabiduría sino falta de un elemento que le da color al pelo, lo más prudente es callar y mirar por encima de las gafas lo que pasa alrededor, sin decir nada, filosofando solo, como El Pensador de Rodin, “(…) antes que llegue / la trémula vejez envuelta en frío”, como dijo el maestro Guillermo Valencia.
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