Personas que regresan de viajes de recreo a países como Alemania, Suiza, Suecia, Dinamarca, Holanda…, suelen comparar la organización social de ellos con la de Colombia, para exclamar: ¡Estamos muy atrasados! Y es cierto. Pero esos turistas no tienen en cuenta que a esas culturas y a las latinoamericanas las separan milenios de madurez y desarrollo.
Mientras que alemanes, suecos, holandeses y similares tienen una organización política que funciona como los equipos electrónicos y los relojes que fabrican; sus sistemas institucionales son de permanencia casi total y quienes los gobiernan están formados tanto en ciencias exactas como en disciplinas liberales, arte, filosofía y similares, y en principios éticos indeclinables, en el trópico no se ha superado el trasplante de los vicios de las viejas monarquías europeas. Ni el sonido quejumbroso de los tambores y los cantos de los esclavos africanos. Y las culturas de los aborígenes, de sabios y maravillosos principios, fueron erradicadas por una cristianización a la brava, inspirada en intereses económicos, religiosos y políticos e impuesta por la fuerza por “enviados de Dios” al servicio de conquistadores analfabetos y codiciosos.
Los valores de la civilización europea y grecorromana se quedaron allá, para llegar a los pueblos dominados mucho después; o los trajeron los criollos emigrantes, no siempre para ayudar a sus pueblos, sino más bien preparándose para echar a los colonizadores y quedarse con el botín. En pocas palabras, el trópico bullanguero, chévere y vivaz está, política y culturalmente, en obra negra. Por eso se apoderan de los gobiernos personajes de comedia, que son bufones disfrazados de estadistas; las constituciones que rigen los destinos de los pueblos son remendadas como calzón de pobre, a conveniencia de dirigentes ambiciosos; no hay continuidad en procesos institucionales como educación, justicia, macroeconomía, cultura y valores éticos; y el tener más que el saber se impone en un sistema social consumista, que “compra cosas que no necesita, con plata que no tiene, para aparentarle a gente que no conoce.”
Y el valor y la preeminencia de los servidores del Estado no radican en las obras que realizan en beneficio de las comunidades que representan, sino en la clase de vehículo que les asignan, las tarjetas de crédito de las que disfrutan, el club social al que asisten y el número de guardaespaldas que los protegen, todo pago con dinero de los contribuyentes, para que suban de estatus carangas resucitadas, elevadas al poder con plata mal habida, suministrada por mafiosos y contratistas.
Pero los viajeros tropicales, que pueden cruzar boquiabiertos las principales vías de Asmsterdam, Estocolmo o Munich, tomando fotos sin peligro de que los eleve un motociclista, pueden esperar una cultura social semejante para sus descendientes. ¿Cuándo? “Yo qué voy a saber…”, dice Rigoberto Urán.
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