“Yo soy guapo pero no pendejo” dijo don Bonifacio Naranjo, mientras soltaba la peinilla con la que estaba enfrentado a la policía chulavita de Circasia, en épocas de barbarie política, cuando el cabo Flórez lo amenazó con un fusil. De la misma manera, una cosa es apoyar la convivencia y limar asperezas ideológicas en aras de vivir en paz, y otra financiar el Estado la arrogancia e insolencia de dirigentes políticos con ínfulas imperiales, cuyo costo de protegerlos, con cargo al bolsillo de todos los colombianos, es insultante.
Mientras las estadísticas revelan cifras estremecedoras de pobreza y desnutrición, incluidos niños supuestamente privilegiados por la Constitución que mueren de desnutrición, por ciudades, poblaciones, autopistas y aeropuertos desfilan caravanas de vehículos blindados llenos de escoltas, que protegen a un ciudadano, ¡uno solo!, para que haga proselitismo político a favor de su movimiento, con fines exclusivamente personales. Ninguna gestión suya tiene objetivos patrióticos. Y miles de funcionarios de alto rango ocupan un ejército de escoltas, viajan en primera clase, se hospedan en hoteles de 5 estrellas, frecuentan los más refinados restaurantes y consumen viandas y licores de alto costo. Esos privilegiados, el “emperador” y la élite burocrática, trabajan por el país a ratos, porque la mayor parte de su tiempo están en reuniones políticas; o lagarteando prebendas y posiciones de poder. Todo por cuenta del Estado, mientras diversos estamentos sociales agonizan por anemia presupuestal.
Al lado (o por debajo) de esos colombianos “de marca”, están líderes sociales, campesinos reclamantes de tierras, sindicalistas y pastores religiosos que claman por los derechos de los más pobres y por la restitución de los bienes que les fueron arrebatados, que no tienen más protección que el escapulario de la Virgen del Carmen y un pequeño crucifijo cogido con un gancho en la solapa del saco, porque para protegerlos a ellos no hay presupuesto. En cambio, quienes les usurparon sus bienes y los desplazaron de sus tierras tienen voceros en el Congreso y dirigentes gremiales que los defienden como “tenedores de buena fe”, de bienes que compraron a menos precio, a través de testaferros de criminales.
Peor que todo lo anterior es que administradores públicos, legisladores y jueces cumplen órdenes de gamonales que se adueñaron de la democracia y montaron sus “feudos podridos” en regiones, departamentos y poblaciones, en cuyos predios no se mueve una hoja si ellos no soplan. Y enfrentarlos es como entonar el “miserere”. Ante el poder de la fuerza de sicarios al servicio de los poderosos, los ciudadanos afectados prefieren cerrar la boca, y decir como don Bonifacio: “Yo soy guapo, pero no pendejo”, para conservar la vida.
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