Una virtud extraña a la actividad política es la veracidad, entre otras cosas porque no siempre es prudente decir la verdad, bien sea para alcanzar objetivos electorales, disimular errores o explicar lo inexplicable. Grandes líderes a lo largo de la historia han tenido cerca a alguien que mienta por ellos. Fouché, consejero de Napoleón Bonaparte, y de algunos de los Luises que reinaron a Francia, grabó su nombre en las páginas de la historia política gracias a su perfidia. Nicolás de Maquiavelo, secretario personal de César Borgia, y asesor de su noble familia, logró con sus calambures idiomáticos convertir las mentiras en dogmas. Su nombre se convirtió en adjetivo, para calificar al político mañosos, astuto, ladino…, hábil para hacer malabares con los hechos, de manera que siempre lo favorezcan. Goebbels, ministro de Propaganda y Educación Popular del régimen nazi, sostenía que una mentira dicha insistentemente terminaba en verdad, y era el mentor de los formidables discursos con los que Hitler electrizaba a las masas, que no decían nada, pero eran tremendamente efectistas.
Como los anteriores maestros del engaño, los gobernantes suelen tener a su lado a alguien que trame acciones maquiavélicas para capotear dificultades, disimularlas o convertirlas en hechos positivos. Esas acciones suelen llamarse “cortinas de humo”, y son recurrentes cuando los gobiernos necesitan distraer a sus conciudadanos ante graves situaciones internas de sus países. Y de ellas también echan mano los políticos emergentes, para garantizarles a los potenciales electores que ellos son capaces de superar las dificultades que tiene el mandatario en ejercicio, máxime cuando tiene “el sol a la espalda” y no dispone de recursos para pagar adhesiones.
“Agárrese de atrás que va ladeado”, aconsejan a los chalanes cuando se tuercen en la silla, con riesgo de caerse de la cabalgadura. La recomendación sirve para prevenir a los colombianos sobre los engaños, promesas y mentiras que campearán en la campaña que adelantarán los aspirantes a llenar las curules del Congreso Nacional y a ocupar la silla presidencial, especialmente cuando la mayoría carece de escrúpulos, no conoce la ética y piensa cínicamente, como Maquiavelo, que “el fin justifica los medios”; o que en política, como en la lucha libre, todo vale con tal de ganar. Un estadista, es decir, un hombre de Estado, formado para gobernar, escasea, mientras que pululan los que se mienten a ellos mismos creyéndose unos Pericles, providenciales, cuando en realidad, más que servirle al país, lo que buscan es conseguir plata. Y el pueblo, “pueblo intonso, pueblo asnal”, vota una y otra vez por ellos.
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