Sin duda, uno de los deportes más exigentes para quienes lo practican es el ciclismo, especialmente el de competencia, por la variedad de componentes, como el diseño de las etapas, de extensa, variada y difícil topografía; la numerosa participación de ciclistas, que forma “montoneras” de azaroso manejo para evitar roces que terminen en caídas múltiples, por el “efecto dominó”; el estrés que produce una competencia cuyas diferencias entre aspirantes a posiciones de comando se miden en segundos; y las extenuantes etapas durante dos semanas largas, en los eventos mundiales más representativos, que son el objetivo mayor con el que sueñan miles de ciclistas de diversos países. Agréguesele a lo anterior la feroz comercialización de las competencias, cuyos patrocinadores les exigen a los equipos resultados que enaltezcan sus marcas, así uno que otro corredor se reviente, porque ellos no dan “puntada sin dedal”. Otra cosa es la tecnología de la que se dispone actualmente para las transmisiones; la calidad y eficiencia de las bicicletas; los sofisticados uniformes; y la comunicación entre ciclistas y directores técnicos, para diseñar estrategias, aun sobre la marcha.
Pero lo anterior, con sus matices de heroísmo, es un paseo con la novia, en comparación con lo que nos tocó ver a los viejos cuando comenzó la Vuelta a Colombia, por allá en los años cincuenta del siglo pasado, cuya primera edición la ganó un francés: José Beyaer, que quién sabe de dónde salió; y la segunda y otras subsiguientes Efraín “El Zipa” Forero, un muchacho de Zipaquirá, que de hacer mandados en bicicleta en su pueblo pasó a ser campeón, cuando los patrocinadores a duras penas financiaban las bicicletas, los uniformes y los viáticos; y no había grandes empresas que se interesaran en promover sus marcas ni publicistas que le pagaran a un corredor por posar con una gaseosa o cualquier otro producto en la mano, exaltando sus bondades.
De Circasia nos íbamos unos muchachos en el vuelco de la camioneta de un señor aficionado al ciclismo, hasta el Alto de la Paloma, subiendo a La Línea, a esperar a los corredores, cuando la carretera era destapada y no se sabía qué era más duro, si el pedrero o los pantaneros, que en invierno eran verdaderos tragadales. Los corredores aparecían graneados, con notable diferencia entre ellos, montados en unas “burras” de hierro pesadísimas, algunos; y los otros con la bicicleta al hombro. Para ellos no había aplausos ni aclamaciones. Más bien inspiraban lástima. Las diferencias de tiempo entre los corredores eran tales que Ramón Hoyos Vallejo, el “Pentacampeón”, (ganó cinco veces la Vuelta a Colombia), se volvió un billarista insigne, porque, mientras aparecían sus competidores, se ponía a jugar billar en las fondas. Cuando le avisaban que ahí venían los otros, soltaba el taco, se montaba de nuevo en la “burra” y arrancaba.
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