Quién sabe de dónde sacan algunos que son seres providenciales, con capacidad para resolver lo que afecta a los demás, cuando cargan con una cola de problemas propios que desconocen, por echarles ojo a los ajenos. Esa tendencia de meter las narices en los asuntos de otros se manifiesta de diversas y numerosas maneras. Cuando alguien padece una enfermedad aparecen amigos y familiares suyos que tienen el remedio infalible, con el que se curaron don Fulano y misia Zutana, “que se vieron en las últimas”, como les dicen a los familiares del paciente, que lleva tres días en la cama con síntomas parecidos; sin más información y sin tener en cuenta que el organismo de cada persona es un mundo aparte y que en esos casos no se puede generalizar y menos a ojo o a oídas, sin exámenes de diagnóstico y sin la opinión de un profesional.
Peor aún es cuando la “receta” se refiere a rezarle una novena a un santo determinado (“que es bendito”), con el riesgo de que los angustiados parientes confundan a san Judas Tadeo con Judas Iscariote y no solamente maten al enfermo sino que lo manden al infierno. En los casos de recomendaciones de espontáneos sobre asuntos de salud, el corolario es que si el paciente se cura fue gracias a la intervención de ellos, de los “metidos”, y si se muere fue porque se aplicó mal el tratamiento sugerido.
Algo parecido sucede con los negocios. Cuando alguien les comenta a sus contertulios de café que tiene un proyecto industrial, comercial o agrícola, surgen los “especialistas”, cuya experiencia los acredita como consejeros, con una consigna lapidaria: “Yo sé por qué se lo digo.” Después, si el empresario se quiebra con el negocio, aparecen los mismos consejeros a recriminarle porque no hizo las cosas como le recomendaron. Y si tiene éxito reclaman los méritos que les corresponde por sus acertados consejos. En ninguno de los dos casos el asesor de ocasión arriesgó un peso de su bolsillo, pero sí se encargará de regar la noticia de que a fulano le fue muy bien en el negocio gracias a sus consejos; o que fracasó porque no le hizo caso.
Un gobernante electo tiene que soportar, a partir de su triunfo, las miles de recomendaciones “espontáneas y desinteresadas” que recibe para resolver los problemas de su jurisdicción, como aseguran los consejeros “regalados”, a quienes solo les interesa (según ellos) el éxito de la administración de su “amigo”. Pero detrás va la hoja de vida (suya o de un pariente cercano), idóneo para asumir con patriotismo la responsabilidad que se le asigne, con el único interés de que el elegido pase a la historia “con su nombre escrito en letras de molde”, como ampulosamente dicen para rubricar sus buenas intenciones. En eso consiste el arte de lagartear, que ejercen quienes revolotean por los espacios del poder.
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