Ha comenzado la Semana Santa, tradicional período del calendario del orbe occidental y de partes orientales cristianas. El origen espiritual de esta conmemoración se pierde en la historia. Puede expresarse que comenzó de alguna manera con la resurrección de Jesucristo, pilar central de la fe cristiana, dentro de la cual la católica ocupa un primer lugar, aún con la expansión de iglesias y prácticas motivadas por concepciones divergentes pero integradas a Jesús de Nazaret con su vida, su obra traducida en enseñanzas y mandato logrado con su ejemplo, en especial con su entrega en el Monte de los Olivos y martirio en el Calvario.
Los días finales de Jesucristo terrenal han servido y servirán para trillones de expresiones de toda índole: Escritas, imágenes, voces, pinturas, esculturas, musicales, teatrales, las cuales han exaltado la importancia de la figura humana y su deidad.
La Semana Santa ha sido utilizada como referente del trajín cotidiano de las personas, lo cual permite proyectar actividades para antes, en o después de estos días incluidos en parte del calendario religioso. Esta referencia se utiliza en muchos países, especialmente los de tradición cristina, y abarca tanto a fieles como a aquellos que se apartan de la fe.
Hace algunas décadas en Manizales, y buena parte del país, se vivía una Semana Santa diferente a la actualidad. Las costumbres heredadas eran de categórico cumplimiento para todos los miembros de la familia. De días exclusivamente sagrados, domingo a domingo, con un inmenso y global recogimiento, se ha pasado a un tiempo vacacional de diferentes connotaciones. Los estados del alma reflejaban el dolor del sacrificio de Jesucristo y festejaban su resurrección.
El luto se imponía, el vestuario y el uso de ropa informal eran considerados como irrespeto. Muchos estrenaban. Los mantos, mantillas y posteriormente las cachirulas, todas negras eran obligatorios para las mujeres. El silencio y la aparición de las matracas denotaban el pesar.
Los manizaleños, y por supuesto los caldenses, no laboraban bajo ninguna condición los días jueves, viernes y sábados santos, salvo en los cafés, cafeterías, panaderías, tiendas de barrio, almacenes y galerías en municipios, excluyendo los momentos de ceremonias. Se imponía el recogimiento espiritual y la expresión del rezo.
En Manizales no había expresiones públicas no católicas. Existían los restringidos ritos judíos, la secreta masonería, o adeptos silenciosos a convicciones religiosas diferentes al poder de Roma.
Había actos multitudinarios con intensas vivencias personales, como las procesiones, las exposiciones sacramentales, las adoraciones y las comuniones que congregaban a fieles de todos los géneros, oficios y edades. Asistir era una obligación impuesta en los hogares contra lo que no había poder, salvo la enfermedad o la discapacidad.
Existían lugares, días y horas de mayor concentración como la Procesión del Nazareno, en Cristo Rey, el viernes a las once; la Procesión del Santo Sepulcro, el viernes en la Catedral de Manizales; la Procesión de la Soledad en Chinchiná, el sábado o la Procesión del Resucitado en el barrio Versalles, el domingo.
La música sacra, incluyendo los cantos gregorianos, salvo las noticias en bloque, era la programación radial indispensable, la cual comenzaba el miércoles y terminaba el domingo al amanecer.
En Manizales, la palabra sagrada era muy importante, profunda, encendida y confrontada con la realidad, y marcó un hito con el obispo Augusto Trujillo Arango, quien pronunciaba las Siete Palabras desde el Cementerio de San Esteban. Luego, como arzobispo, el país lo espero y oyó con sus evocaciones y reflexiones magistrales.
Los estudiantes y los funcionarios esperaban esta Semana para nivelar sus compromisos solo que a veces el lunes de Pascua sentenciaba el olvido y la negligencia.
Para cualquiera, Semana para la reflexión sobre la existencia y el fin.
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