Hace pocas décadas la situación entre entrevistador y entrevistado comenzaba con un saludo respetuoso, sin tuteo. Ahora: ¿Cómo estás parce? Seis preguntas esenciales: El nombre, la edad, el sitio de nacimiento, los estudios más avanzados, experiencias laborales y el conocimiento sobre el probable empleo. Ahí, se decidía el futuro del aspirante. Quedaba un mínimo a la decisión de superiores. ¡O, un máximo!
Generalmente no había contra preguntas como: Salario, ¡hoy es imprescindible! Tampoco: horario y prebendas no ajustadas a las prestaciones legales.
Para llegar a esta sesión era obligatorio el conocimiento sobre el candidato en: Aspectos personales, capacidades demostradas y lealtades. Jamás: ¿Este(a) quién será? En el juego de las recomendaciones todo es posible. Casi siempre laboraba de inmediato. El indispensable documento con pasado judicial, le daba la patente de bueno. ¡Los otros tenían un buen pasado!
Si el aspirante conocía el oficio para el cual había sido vinculado, la labor de inducción era inmediata y fácil y si no sabía nada, en menos de tres días estaba al tanto de sus obligaciones. ¡Por ganas y necesidad! Los famosos, largos y tediosos empalmes eran una rareza, salvo en los altos cargos del Estado, y casi siempre inoficiosos.
Los resultados del quehacer en la generalidad de los casos eran satisfactorios. De otro lado, no existían los reiterados informes a la comunidad, los cuales ahora son necesarios, ¡sin bostezos ni estiramientos! bajo otra modalidad más participativa para lograr una concurrencia mayor, más allá de periodistas, interesada en temas específicos.
Tan fácil como entraban salían, sin el más mínimo trauma para la entidad o para sus colegas de trabajo. ¡Aaah y los derechos laborales! De nuevo se iniciaba el ciclo de vinculación y si los superiores creían que uno de los que ya laboraban tenía los méritos para reemplazar al saliente, la conversación no duraba más allá de un minuto: ¿Quiere reemplazar, temporal o definitivamente a Rococo Piedrón? La respuesta tajante era sí o no. Algunos decían que querían un día para pensarlo. En el interior le repicaba: ¡Ojalá no me lo quiten! Y no se lo quitaban.
Hombres muchos, mujeres pocas. Las fobias sobre conductas sexuales, género, raza y en ocasiones religión eran evidentes y absurdamente descalificadoras.
La famosa hoja de vida era eso: Una con un resumen muy escueto de aspectos generales de la persona interesada en obtener un empleo o aspirar a una posición de dirección en el gobierno o en la empresa privada.
Comenzaban a ser utilizados los formatos pre impresos con máximo cuatro páginas. Todo era más fácil, con más información pero con menos libertad.
La costumbre de la hoja de vida se expandió como un indicador de la calidad del aspirante. ¡Repartir hojas de vida! La falsedad prosperó sin límites, llegándose a expresar en no pocos casos de desastres la sentencia de que el papel puede con todo. Cierto, no hay nada más impersonal que una hoja de vida clásica.
Luego se estructuró una hoja de vida con observaciones breves del interesado sobre los logros en cada actividad, esta complementación modificó en buena parte el conocimiento del solicitante, si no se conocían previamente las realizaciones de la persona sometida a escrutinio. De otra ladera son las empresas buscadoras de talentos. ¡Cuidado no se dejen ver!
De allí que el mejor título para obtener una evaluación de la persona a través de un documento es la Ruta de Vida. El solo nombre cambia radicalmente la concepción de lo que se quiere conocer e interpretar, sin embargo jamás podrá reemplazar a una autobiografía, o si es del caso a una biografía hecha por expertos ponderados. En donde los antecedentes, las dificultades, las oportunidades y los resultados favorables o desfavorables de las decisiones se consignen, haciendo énfasis en los sustentos para determinaciones futuristas logradas o en camino de serlo.
Solo la persona señalada es la única capaz de interpretar en toda la extensión su valor y sus falencias y, por supuesto de lo que puede realizar y obtener.
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