La existencia de Manizales es una prueba fehaciente de lo que hace un pueblo que tiene amor verdadero por la tierra que lo vio nacer o le proporcionó albergue.
Desde cuando los montañeros antioqueños se desplazaron al sur de Salamina y encontraron terrenos que les facilitaron cumplir sus deseos de abrir espacios para construir sus nuevos techos, y convertirse en propietarios de tierras y poder cultivar allí para lograr su sustento diario, hasta el día de hoy cuando las condiciones son totalmente diferentes, el espíritu del manizaleño ha variado poco, aunque aparentemente es un ciudadano que aprecia poco lo suyo.
Es solo apariencia, porque cientos de veces ha ejecutado obras que han sido verdaderas empresas titánicas por la demostración de la perseverancia alrededor de sus intereses propios, familiares y sociales que hacen de la ciudad el sitio ejemplar para una vivencia distinta. Manizales es una sola y no se ha repetido en ningún sitio la contundencia absoluta de pertenencia por sus cosas.
Ni las guerras, ni los incendios, ni los deslizamientos, ni las avalanchas, ni las quiebras comerciales, ni el desempleo, ni los terremotos, ni las catástrofes agrícolas, ni las dificultades de las comunicaciones terrenas o aéreas, han podido quebrantar la presencia del pueblo manizaleño.
La valentía callada del manizaleño no está sólo en quien nació en diferentes tiempos una vez asentados los primeros colonizadores, la tienen también y por adopción consentida quienes han llegado de otros lares y formado familias entre ellos o con los nativos, en primera o siguientes generaciones.
A pesar de la amalgama de procedencias dada por la presencia de personas de otros orígenes, como el costeño, el cundiboyacense, o el valluno y muchos otros, exceptuando al antioqueño y al caucano, porque ellos son propios desde los albores de la incipiente villa, se ha estructurado una ciudad en la que quienes han nacido y vivido dentro de sus límites citadinos o rurales no la quieren abandonar. Sienten y expresan: Como Manizales, no hay igual.
La inmensa e inolvidable experiencia vivida cuando en una Semana Santa la ceniza que caía sobre la ciudad, desdibujaba totalmente el entorno y se introducían por la nariz, enormes cantidades de minúsculas partículas, la inmensa mayoría de los manizaleños optaron valerosamente por quedarse, por muchos y legítimos motivos, a pesar de lo grisáceo del medio y la incógnita del futuro inmediato y plazos siguientes.
Por encima de las grandes pérdidas físicas están las vidas humanas que han sucumbido ante los desastres. Ellas han tributado injustamente sus existencias pero se convierten en una especie de héroes que hacen repensar obligatoriamente a la sociedad sobre lo que sucede en la ciudad. A similitud del título del libro de Frank G. Slaughter: Nadie debería morir, por estas causas naturales y prevenibles, aunque se vocifere lo contrario.
Por un lado, están las investigaciones administrativas, legales y penales que deben identificar responsabilidades, si las hay.
Por otro, no se deben repetir estos episodios de arrasamiento de los cuales la ciudad tiene un triste recuerdo y para ello los ciudadanos, las instituciones responsables y el gobierno deben proveer lo necesario para que nunca más fallezca una persona por estas causas. No son cosas de palabras, como tantas otras, deben ser hechos reales y prontos. La sociedad debe convertirse en una incansable y estricta interventora.
Manizales mantiene su bandera inhiesta y a ello contribuyen todos los manizaleños que con su extraordinaria y generalizada solidaridad han mitigado en parte la conmoción y el desamparo de los damnificados.
Los manizaleños, con todas sus obras, continúan en la brega diaria. Siguen siendo excelentes anfitriones, sus industrias continúan con la producción, sus comercios prosiguen en el servicio, la educación regresa a su ritmo habitual, los centros asistenciales redoblan su trabajo y todos a una, como se interpreta a Lope Félix de Vega Carpio en Fuenteovejuna, siguen en la ardua labor que significa ser manizaleño.
Manizales y sus emblemas, tienen la propiedad de representar el indómito pero cortés espíritu laborioso en todos los niveles de la vida cotidiana.
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