El secuestro es tal vez el delito más abominable que existe. El secuestro es la pérdida de todas las libertades; es el infierno del terror, la impotencia y la incertidumbre; es el despojo de la voluntad y el aniquilamiento de la dignidad; es la sumisión obligada ante seres abyectos cuyos propósitos muchas veces son desconocidos; es la humillación constante; es el desgarramiento personal; es la tortura del alma; es la muerte en vida.
Por eso el secuestro es considerado como delito atroz y repudiado y condenado por todos los países civilizados y, por supuesto, por el Derecho Internacional Humanitario. Y por eso no puede ser objeto de indulto ni amnistía, y la sola idea de llegar a serlo suscita el rechazo inmediato.
Pero en Colombia existe un poder supremo que está destruyendo el aparato jurisdiccional y arrasando los principios de justicia, equidad y proporcionalidad: la JEP. Un poder que está desconociendo todos los órganos constitucionales y decidiendo por encima de ellos a favor de sus protegidos. Un poder que entró de soslayo a nuestro ordenamiento jurídico y resultó dominando arbitraria y atropelladamente la voluntad del Gobierno, del Congreso y de las Altas Cortes. Es ese poder que hoy le da al delito atroz del secuestro el carácter de “político” para alivianar responsabilidades; que quiere revestir de delito político las atrocidades cometidas por sus nominadores, en el camino descarado de impunidad.
Es esa JEP que se niega a reconocer que las Farc siguieron narcotraficando y, en consecuencia, protege a Santrich, Iván Márquez y demás delincuentes perseguidos por el gobierno de Estados Unidos. Esa misma JEP para quien el reclutamiento de niños parece no importar. El mismo tribunal que trata de minimizar los delitos, dilatar los procesos y ganar terreno, con lo que seguramente dejará sin castigo a los criminales farianos. Esa JEP que entabló una lucha frontal contra la Fiscalía General de la Nación y trata de impedir que actúe y cumpla sus funciones.
¿A dónde iremos a parar? Es increíble que unos funcionarios investidos de autoridad para juzgar a los peores delincuentes que ha tenido Colombia, muestren sin vergüenza alguna su tendencia a favor de los procesados y quieran restarle importancia al delito del secuestro que, en la práctica, es tal vez el único del que no se puedan evadir los terroristas farianos. De ahí que la JEP haya calificado, de entrada, a un delito atroz cometido por las Farc como “secuestro político”, mostrando también de una vez cómo será el tratamiento que le dará a sus juicios. ¿Podremos creer en una paz erigida en la impunidad, el descaro, la manipulación de la verdad y la lenidad en los juicios a los criminales atroces? ¿Podremos creer en la ecuanimidad de una nueva Corte todopoderosa, que utiliza eufemismos, sofismas y términos adornados para minimizar a priori los delitos de sus procesados?
“La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) es el componente de justicia del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, creado por el Acuerdo de Paz entre el Gobierno Nacional y las Farc-Ep. La JEP tiene la función de administrar justicia transicional y conocer de los delitos cometidos en el marco del conflicto armado que se hubieran cometido antes del 1 de diciembre de 2016… La JEP fue creada para satisfacer los derechos de las víctimas a la justicia, ofrecerles verdad y contribuir a su reparación, con el propósito de construir una paz estable y duradera”.
La anterior es la definición oficial de la JEP. Y me pregunto: ¿Se podrá esperar justicia y reparación derivados de procesos cuyos jueces tienen marcadas tendencias a favor de los encartados? ¿Podremos esperar no repetición cuando se deja en evidencia que en Colombia la impunidad es directamente proporcional a la atrocidad de los crímenes? ¿Los derechos de las víctimas quedarán satisfechos cuando vean que, después de sufrir años de torturas sicológicas y físicas y de vivir la atrocidad del secuestro, el tribunal encargado de juzgar esos crímenes hace todo lo posible por desconocer su gravedad?
¿Secuestro político? ¡Mamola!
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