Es triste admitirlo pero en Colombia se respiran nuevamente aires de zozobra, incertidumbre, preocupación y pesimismo, producto de lo que pasa a diario, de las noticias con las que amanecemos y de la sensación de vivir en un país cada vez más inseguro, más violento y más caótico.
Los índices de delincuencia urbana y rural están disparados; volvimos a los asesinatos selectivos, a las masacres colectivas, al secuestro como medio de presión, de represión y de lucro. Y volvimos a ver vastos territorios de la nación en manos de los terroristas que trafican no solo con narcóticos o sustancias prohibidas, sino con la vida de personas inocentes que son utilizadas como escudos o instrumentos de negociación.
Tenemos una fuerza pública desmotivada y afectada intencionalmente por el propio Estado; con miles de sus miembros encarcelados injustamente y muchos de ellos obligados a someterse a un tribunal injusto con el que se pretende dar visos de justicia real a ese esperpento de la JEP, creado como mecanismo de impunidad para los terroristas.
La justicia está herida de muerte. Las grandes decisiones que se toman en el país para controlar a los delincuentes, son producto de intervención de la justicia norteamericana, la cual prefieren hasta los más reconocidos criminales, porque saben que habrá unas reglas de juego que se respetarán, mientras en Colombia serán asesinados o quedarán a merced de jueces salpicados por corrupción, vínculos macabros e influencias criminales.
Y para rematar tenemos un Estado ausente. El Catatumbo, las fronteras con Ecuador y Venezuela, gran parte del Cauca, la Guajira, y otros territorios donde el gobierno Santos decidió que la fuerza pública no podía hacer presencia, para supuestamente no afectar la farsa de La Habana, son hoy zonas infestadas de terroristas, narcotraficantes, secuestradores y asesinos. Zonas donde el Gobierno renunció a ejercer su soberanía y se las entregó tácitamente a los criminales. Zonas donde reina la anarquía e impera la ley del más fuerte.
Pero esa anarquía no es solo en el campo. Lo que Petro ha hecho en medio de su campaña desconociendo las determinaciones de las autoridades (como en Medellín donde, a pesar de la prohibición expresa de realizar una concentración que carecía de requisitos legales, acudió a las vías de hecho), está haciendo carrera y originando reacciones como la del miércoles en Manizales, donde vándalos desadaptados acudieron a menores de edad para impedir que se hiciera el debate presidencial, utilizando la violencia al estilo de su líder, mientras arengaban a favor de Petro. (Pregunto: ¿qué hacían estos menores por fuera de sus aulas de clase? ¿Habrá complicidad de rectores y profesores?). Nada que envidiarle a Santrich, quien dice que antes de someterse a una justicia de verdad prefiere dejarse morir. Es decir, las vías de hecho antes que el sometimiento a un Estado que dicen defender. ¿Alguna diferencia?
Y vino Guacho, narcoterrorista de las Farc. Secuestró primero a tres ecuatorianos, los torturó y los asesinó, todo a nombre de su grupo criminal. Mientras tanto, el presidente Santos dijo que las Farc no existen y que esos crímenes se cometieron en Ecuador, para terminar reconociendo que realmente fueron en Colombia y efectivamente a manos de los “disidentes” de las Farc. Hoy Guacho tiene en su poder a dos ecuatorianos más y este país se retira como garante del proceso con el Eln; y el Gobierno, en vez de responsabilizarse y agruparse para luchar contra estos terroristas, decide buscar a otro país como garante. No obstante el presidente sigue empeñado en negar la existencia fariana, mientras respalda y cobija a sus jefes, y minimiza los asesinatos de policías y militares. ¿Cómo poder creer en un país gobernado por alguien que sobrepone sus intereses personales a la verdad, y los intereses de los criminales a los de las víctimas inocentes? ¡No hay derecho!
¡Sí! Respiramos aires de zozobra, incertidumbre, preocupación y pesimismo. Y todo tiene un nombre: Juan Manuel Santos. Nunca en la historia de Colombia habíamos asistido a un ocaso tan fatal de un presidente. ¡Un ocaso que parece eterno!
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