A los taurinos, aun siendo minoría, la Constitución Política nos otorga unos derechos que tanto el Estado como la sociedad están en la obligación de respetar. La afición por los toros se vuelve indeclinable y las satisfacciones que se viven alrededor de ellos no las produce ningún espectáculo cultural o deportivo. Es innegable que la tauromaquia es un factor económico que ayuda al crecimiento de las ciudades y fortalece las economías locales y, muy especialmente en Manizales, donde tenemos una feria de renombre internacional que se mueve alrededor de su temporada taurina y que promociona la ciudad en el mundo entero como ningún otro evento.
No obstante, se entienden las manifestaciones de los animalistas de verdad que protestan por la violencia en los toros, y las asimilamos como comunidades que tienen otra visión de las cosas, lo que no significa que se compartan sus planteamientos, pero sí que se respeta el disenso, aspecto fundamental y definitivo en la democracia.
Pero lo que sí parece inconcebible es que la izquierda bogotana utilice la disculpa de la protección animal para promover la lucha de clases y generar odios sociales, en un oportunismo politiquero que saben manipular a la perfección. De ahí que el solo hecho de plantear que en Bogotá se pretenda hacer un referendo para definir la permanencia o no de los toros, sea más un mecanismo perverso de enfrentamiento de clases con el claro propósito de exacerbar sentimientos y resentimientos, que la defensa de unos animales cuya raza y genética los ha diseñado para morir en el ruedo.
Porque no suena lógico que, por ejemplo, Gustavo Petro, con claros antecedentes de complacencia con genocidios, desolación, muertes selectivas, asesinatos múltiples y violencia terrorista encabece la cruzada en la defensa de la vida animal y de la abolición de la violencia en los toros. Suena ridículo, por no decir cínico, desvergonzado e insultante, que esa izquierda que se complace y guarda silencio cómplice con los terroristas armados que llevan más de cincuenta años asesinándonos y llenando de pánico a los ciudadanos decentes colombianos, sea hoy quien se proclame enemiga de la fiesta brava, porque no soporta ver perder la vida de animalitos inocentes.
Pero esa izquierda además odia la fiesta brava por elitista, porque supuestamente está reservada para un mundo capitalista y porque está rodeada de boato, lujo y derroche. ¡Ja! ¿Y es que los zapatos Ferragamo de Petro, o los bolsos Gucci de Teodora, o los relojes Rolex de los cabecillas farianos no son elitistas, no hacen parte del mundo capitalista y no son el mayor símbolo de boato y lujo?
¿Cuál es el propósito entonces? Pues simplemente aplastar a las minorías amantes de la fiesta brava mediante un mecanismo que, dadas las intenciones, las condiciones y las manipulaciones, pasa de ser democrático a uno totalmente autocrático. A sus promotores no les importa que ese referendo tenga un costo cercano a los 35.000 millones de pesos, pues para ellos solo importa obtener ese triunfo simbólico y, de paso, alimentar con los recursos del Estado (es decir, con nuestros recursos) ese odio y ese resentimiento, elementos característicos de quienes no tienen más argumentos que la generación de diferenciadores clasistas para reclutar descontentos.
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En mi última columna donde hablaba de la suerte de Guido Echeverri Piedrahita, escribí: “Solo nos queda esperar y confiar en que las cosas se desenvuelvan rápidamente para empezar a trabajar con dedicación y denuedo”. Pues ya se desenvolvieron, y es hora de rodear al gobernador Echeverri para que saquemos entre todos este departamento de la parálisis en que nos deja la interinidad tan prolongada. Es hora de deponer los ánimos pendencieros, revanchistas y politiqueros y dedicarnos a trabajar por Caldas, por su desarrollo y su progreso. Es hora de unirnos para sacar adelante los grandes proyectos y dejar de andar enfrascados en una lucha intestina cada vez más perniciosa.
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