El tema de la corrupción ocupa por estos días la atención de los colombianos, y a pesar de ser una situación soportada por muchos años, en estos momentos parece haber rebozado la taza. El caso Odebrecht, la Fiscalía y las Altas Cortes, el Poder Judicial, los Organismos de Control, algunas entidades del Estado y Organismos de Seguridad, no se escapan de escándalos que demuestran el entramado existente para esquilmar los recursos del erario público, vulnerar la ética y la confianza de los ciudadanos.
La avalancha informativa ha pasado intrascendente en explicar la función de la interventoría en el sistema de contratación pública. En todo contrato con recursos públicos, existe la interventoría encargada de revisar y supervisar la marcha del contrato, de acuerdo al objeto que se haya suscrito entre las partes; incluso las entregas de anticipos o partidas pactadas, correspondientes a la ejecución de obra, el cumplimiento de normas ambientales y laborales, prórrogas y adiciones hasta de un 50% a los contratos suscritos. El ciudadano común y corriente considera que sus impuestos están vigilados por la Contraloría General de la República, las Contralorías Departamentales y Municipales, la Procuraduría General de la Nación y la Fiscalía, cuando se denuncia una ilegalidad donde existan recursos públicos.
No es corriente conocer la función de las interventorías, quienes tienen a su cargo el seguimiento al cumplimiento de las obligaciones del contratista, con la finalidad de promover la ejecución satisfactoria del contrato; deben mantener informada a la entidad contratante de manera permanente, sobre el estado técnico, jurídico y financiero del desarrollo del objeto contractual, evitando perjuicios a la entidad, al contratista o al negocio jurídico como tal. De igual manera, alerta sobre los riesgos presentados en un contrato e informa a la autoridad competente, sobre la ocurrencia de hechos en los cuales se vislumbren posibles irregularidades. No es un ejercicio gratis, está estipulado un porcentaje del valor total del contrato suscrito y con esto se hace claridad de la responsabilidad adquirida.
Revisados algunos casos, no se evidencia su efectividad. En el carrusel de la contratación de Bogotá por 2,2 billones de pesos, el 10% aproximadamente fue a parar a manos de las firmas interventoras, dinero que se perdió pues no cumplió su objetivo, casi $200 mil millones se esfumaron, ante la ingenua creencia de los bogotanos de que las firmas interventoras garantizaban el cumplimiento de éstas. Y si sumamos algunas perlas como Reficar con 8,5 billones, Juegos Deportivos Nacionales de Ibagué con $66 mil millones, Programas de Alimentación Escolar de La Guajira $16 mil millones, El Guavio, $15 mil millones para la época, Agroingreso Seguro $200 mil millones, Dragacol 1,2 billones de pesos, encontramos unas cifras significativas después de extraerles el 10% correspondiente a las interventorías, destinadas a cumplir con lo suscrito en los Contratos de Interventoría; pero fueron funciones no realizadas. Finalmente arrojaron los resultados de corrupción, tergiversación y abuso ampliamente conocidos.
En los programas del Gobierno se conocen medidas para controlar la evasión e incrementar el recaudo, pero no se evidencia una rigurosa vigilancia en la inversión de estos recursos. Hay obsolescencia en los organismos de control, carencia de personal especializado en ciertos campos, bajos presupuestos para controlar indicadores de calidad. Falta de legislación especial en áreas donde la picardía y la astucia abundan, al servicio de aquellos amigos de defraudar la inversión pública.
Quiero dejar claro, los muchos incidentes donde las interventorías han pasado de agache en múltiples casos de corrupción, pero no de manera generalizada. Es de público conocimiento la existencia de firmas y un numeroso grupo de profesionales de distintas disciplinas que cumplen a cabalidad las funciones inherentes a sus responsabilidades. Sin embargo tienen mucha resonancia los hechos de inmoralidad y por ellos, se coloca a Colombia en un sitial privilegiado como país tramposo, coimero y degradado en el manejo de la cosa pública.
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