Aun cuando resulte de Perogrullo, debo iniciar señalando que una democracia se identifica cuando el poder, que reside en el pueblo, se ejerce con su delegación a un régimen tripartito que se ejecuta en forma separada, que, de manera simplificada definimos: Uno, el Legislativo hace la Ley, otro, el Ejecutivo, valga la redundancia, la ejecuta y, el tercero el Judicial vigila que, lo que aquellos hacen se ajusta a la Constitución que es el alma de la organización como Estado querida por el pueblo. Cuando alguna de las ramas crece o amplía sus fronteras decae la democracia. Asistimos ahora a un paulatino deterioro del poder legislativo que se da por la invasión de los otros poderes.
Ocurrió cuando el ejecutivo instauró el fast track e introdujo cambios al procedimiento para expedir leyes y actos legislativos: recortó las votaciones, limitó los debates e inhabilitó a los congresistas para introducir cambios a los proyectos presentados. Cuando un proyecto pasa intacto a su promulgación con los recortes mencionados, sin deliberación y sin modificaciones, el Congreso en lugar de cumplir con su función ha servido solo de simple amanuense o notario. No puede extrañarnos por tanto que ahora una juez del circuito, por vía de tutela (al asunto le caben acciones ante la Corte Constitucional y el Consejo de Estado, por tanto no procede la tutela), mediante auto, ordene al presidente del Senado remita un proyecto no aprobado al presidente para su firma; o que el Tribunal de Cundinamarca le ordene al Senado cumplir algo que no fue aprobado cuando la acción de cumplimiento solo procede si media la aprobación.
No es, sin embargo, la única inmersión de los otros poderes en el legislativo, ocurre siempre que la Corte Constitucional al resolver un caso, a veces en vía de tutela, pretende que los demás ajusten su conducta a la decisión de un caso, el influjo es desde luego mayor cuando expresamente exhorta a las autoridades a actuar según lo resuelto, al punto que, actualmente, a los jueces y a quienes pretenden serlo se les prepara en el estudio y aplicación de la línea jurisprudencial y, aun cuando se supone que el juez tiene la autonomía en la decisión, la reiteración de la jurisprudencia termina siendo atendida como si fuera norma.
Pero no termina aquí el influjo de la Corte Constitucional: Un grupo de personas demandó ante la Corte Constitucional la inexequibilidad del artículo 122 del C. P, que define el aborto como delito. Esto es, solicitó declarara su inaplicabilidad. En su sentencia, la C355 de 10 de mayo de 2006, luego de extensas consideraciones dejó vigente el delito de aborto, pero despenalizó tres excepciones: (i) Cuando la continuación del embarazo constituya peligro para la vida o la salud de la mujer, certificada por un médico; (ii) Cuando exista grave malformación del feto que haga inviable su vida, certificada por un médico; y, (iii) Cuando el embarazo sea el resultado de una conducta, debidamente denunciada, constitutiva de acceso carnal o acto sexual sin consentimiento, abusivo o, de inseminación artificial o transferencia de óvulo fecundado no consentidas, o de incesto”. La sentencia termina señalándole al Congreso legisle en el sentido definido en su decisión.
En la sentencia C-239 de 1997 la Corte Constitucional definió que: “El derecho fundamental a vivir en forma digna implica entonces el derecho a morir dignamente”. La Corte, además, exhortó al Congreso a legislar en el sentido señalado por ella. Ante el silencio del Congreso, en la sentencia T970 de 2014 ordenó al Ministerio de Salud emitir una directriz que se ocupe del procedimiento y vele porque se cumpla lo dispuesto por la Corte. Recientemente, por tutela, el 25 de octubre de 2017 la Corte Constitucional determinó que el menor para quien se pide tiene derecho a la eutanasia o muerte digna, le ordena al gobierno reglamentarla en un término de cuatro meses y exhorta de nuevo al Congreso para que el término de dos años legisle. No tiene pues en cuenta la Corte que mediante la Ley 1733 de 2014, el Congreso se ocupó de legislar sobre el derecho a morir dignamente. En efecto, señala que los enfermos en fase terminal tendrán atención especializada que conduzca a una muerte sin dolor e incluso confiere autorización a los parientes según su grado de afinidad para que actúen en beneficio del pariente que no esté en capacidad de hacerlo. En una palabra, reglamenta el derecho a una muerte digna y, por tanto, si bien la Corte mantiene intacta la facultad de resolver en un particular asunto, no la tiene para insistirle al Congreso que legisle, puesto que ya lo hizo.
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