Quiero hacer referencia al amigo, al paisano, al intelectual, al jurista, al caballero y al gran liberal que es Humberto de la Calle. Estas calidades son las que hacen que lo haya sentido siempre cercano a muchos de mis mundos, los que muchas veces hemos compartido por más de medio siglo, y en los que seguiremos encontrándonos por los años que nos resten. Nada ha cambiado en él, por la coyuntura política que ha vivido y que acaba de terminar, la que no ha afectado ninguna de sus virtudes, sino que por el contrario, las ha abrillantado y enaltecido.
Con su elegancia característica, que es también firmeza del carácter, ha cerrado su ejemplar campaña Humberto de la Calle como candidato. En ese cierre, me conmovió ver un par de jóvenes de cuyos ojos corrían lágrimas, al tiempo que agitaban su pequeño pendón, aún convencidos de que la frescura del pensamiento clásico, por sobre sus primeras desilusiones, conserva intacta la esperanza.
Mientras que la gran ilusión que promete el cambio presto y radical, en el que han cifrado la suya los veinteañeros una y otra vez en la historia de solo este siglo, bajo la deslumbrante luz de una nueva y distinta, al descorrerse la máscara, la autócrata soberbia del poder, mediante lo imprevisible o la arbitrariedad, o la sangre, amputa las mejores esperanzas.
No voy a discurrir sobre el comportamiento del partido liberal, porque este tiene personas con la autoridad y la capacidad para hacerlo. No voy a caer en esa actitud vicaria, de calificar y descalificar grupos o partidos de los que no hacemos parte, con el fin de dividir o envenenar, y con la que pretendemos mostrar una objetividad que no es otra que la de lavarnos las manos.
Subrayo sí, la lealtad mostrada por Juan Fernando Cristo, un político que no es de mis simpatías, pero quien a pesar de haber sido el adversario en la consulta de De la Calle, de la que alegó que una mano pesada hizo inclinar la balanza, se mantuvo fiel a su compromiso de partido, y acompañó al candidato escogido desde el primero hasta el último día. Mi reconocimiento y mi respeto.
No compartí algunas de sus tesis, ni de sus posiciones, en esta jornada electoral, pero por sobre ellas, aspiraba, deseaba o soñaba como caldense, valor que primaba en ese sueño, deseo o aspiración, que tuviésemos alguna vez el presidente que desde hace años merece esta comarca, por la inteligencia, el esfuerzo y la riqueza que le ha aportado al país.
Recuperamos al amigo, sobre todo los pocos que como yo, nos alejamos cuando alguno de ellos llega a un cargo importante, y en mi caso personal, por cierta alergia al poder, a toda clase de poderes y de podercillos, para no dejarme avasallar por la inmensa cauda de los palaciegos que arriban como inesperados nuevos “amigos”, duchos desde “tiempo ha”, en las maneras, gustos y costumbres del nuevo jefe, y que dicen o hacen creer “que le hablan al oído” ¡Qué asco!
Vuelve Humberto a lo suyo, porque no va a hacer “mutis por el foro”, al contrario, vuelve al Foro, como el conocedor profundo del derecho que todos admiramos, a sus precisiones conceptuales y fundamentadas, a sus libros, ojalá a su columna periodística, pero si el liberalismo recupera al pensador, el país al defensor a ultranza de la paz firmada en un acuerdo construido gracias a su tesón, inteligencia, patriotismo y una nobleza no correspondida por el usufructuario inmediato, los que lo rodeamos -ya de vez en cuando por la distancia- comenzando por su familia, volvemos a tener su campechanía, su timidez, superada con frecuencia por la agudeza del apunte, su conversación espontánea y siempre lúcida, su amable pero acertada burla, su cultivada cultura, y Colombia, la certeza de que ha tenido y tiene un personaje de lujo, sin cálculos ni sombras, que le ha dado cuanto le ha pedido y al que siempre, como sus amigos, encontrará a discreción.
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