Yo también creo que se requiere de mucha paciencia y de tiempo para que los malvados acepten la llana verdad de que nadie tiene derecho a hacerle mal a otro. Todavía retumba en mi cabeza las palabras de un hombre, que después de haber sufrido la tragedia de saber que habían violado y asesinado a su hija, gritó, quitándose su saco: “Que me parta un rayo si no me unto de sangre cuando tenga al asesino de mi hija frente a mí.” Insisto que ese hombre es un buen hombre, es un buen ser humano.
Ante esta sentencia, que bien podría ser mirada como un acto vindicativo y que muchos justificarían, veo escondida una gran deficiencia moral. Nuestra moral, la de nuestra sociedad se resquebraja, se resbala por nuestros dedos y se evapora, se desvanece en el aire. Terminamos por involucionar miles de años. El hecho de que alguien sea más fuerte que otro y hasta más inteligente, ¿le da derecho a arrebatarle sus bienes y hasta su vida?, o que alguien pretenda hacerle mal a otro, ¿puede éste arrogarse el derecho de anticiparse y hacerle lo mismo?
Todo indica que seguimos sin comprender cómo vivir juntos. Muchos dicen con frecuencia -y no menos vehemencia- que estamos viviendo una crisis de valores. No estoy muy seguro de que eso sea cierto. En este siglo, del que apenas llevamos 18 años, los valores circundan por todos lados. Me aventuro a decir que parte del problema es que no hemos sabido cómo vivir esta vida con esos valores que no caducan, por cierto. El respeto, el amor, la solidaridad, la lealtad, la honestidad… siempre han tenido las mismas concepciones. El quid está, por ejemplo, en que hace muchos años los campesinos, que vivían en una parcela y recogían sus cosechas tenían un sentido de la solidaridad que los hacía sentirse dignos. Hoy, en un mundo globalizado, en donde a veces no encontramos por dónde caminar, el mismo valor de la solidaridad no lo entendemos. Ahí nuestra moral se tropieza.
La solidaridad no solo es un concepto, una teoría, es también un asunto de relaciones entre los seres humanos de forma concreta. Las relaciones que sostenemos con los demás pertenecen a un mundo complejo, variable y ondeable. Alguien con acierto decía, que el aleteo de una mariposa aquí, puede causar un huracán en Shanghai. Este es un mundo interconectado. Es abrumador reconocer que la vida de cada uno de nosotros depende de un sutil entramado de conexiones planetarias que, en las más de las veces, no comprendemos. Y el asunto se complica cuando alguien sale al frente y nos acusa de que somos culpables por la extinción de especies que ni siquiera conocemos; o nos señala porque la ropa de marca que algunos se ponen -o nos ponemos-, la cosieron miles de ciudadanos que si desayunan no tienen con qué comer. Miradas las cosas así, uno lo piensa dos veces para volvérsela a poner.
Insisto en que reconozco que este asunto de la moral es complejo. Por eso sigo preguntándome cómo hacernos sujetos morales; que siempre, en todo momento y en todo lugar, el primer paso que demos sea el moral, incluso, antes que el paso físico. Muchos -no pretendo herir susceptibilidades- creen que la fe religiosa es una condición indispensable para comportarse moralmente. En lo particular -por supuesto, soy creyente-, creo que por ahí no es el camino.
¿De qué se trata entonces? Me parece que reconocer que el comportamiento como sujetos morales es entender que debemos reducir el sufrimiento. Es significativo comprender qué significa sufrir. Cuando entendamos que un acto nuestro causa un sufrimiento innecesario en el otro, o a nosotros mismos, seremos capaces de no herir o agredir a nadie. Finalmente, creo que no es necesario estudiar una carrera universitaria, o leer complejas teorías éticas para aprender a ser compasivos. Tan solo conviene pensar en algo muy sencillo: desde la perspectiva del reconocimiento, cuando yo le hago mal a otro, me lo estoy haciendo a mí mismo. Y me parece que debemos buscar crear paraísos terrenales y habitar en ellos con la moral en alto.
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