Siento una vergüenza enorme, un malestar que me hace doler el alma y unas ganas infinitas de gritar a todo pulmón ¡maldita sea, ¿hasta cuándo!? Es un vil acto criminal lo que sucedió ayer jueves en la Escuela de Cadetes General Santander en Bogotá cuando explotó un carro-bomba que dejó 10 muertos y, por lo menos, 60 víctimas. Es un acto monstruoso que nos hace devolver como nación a hechos que debimos dejar en los libros de historia. No obstante la vergüenza, el dolor y estas ganas de gritar, me parece que no debemos perder la cordura, la sensatez. Si esto pasa, los violentos seguirán ganando terreno.
¿Que es un acto terrorista? Yo también creo que sí, aunque sea muy difícil definir terrorismo. Pero cualquiera que sea la definición que pongamos sobre la mesa, hay un lugar común: la búsqueda de inducir temor en los ciudadanos. Y lo grave es que lo consiguen. Sea que hablemos de terrorismo artesanal o de Estado, y tenga o no fines ideológicos, es fundamental que compartamos y rechacemos el desprecio de unos cuantos por la vida humana, que es sagrada. Casi siempre, en este tipo de actos vandálicos, los ciudadanos civiles son los que peor la pasan. Y si no preguntémosles a las familias de los policías asesinados. Son éstos quienes terminan pagando las consecuencias.
A mi juicio son actos fundamentalistas, cuyo resultado es volver violencia las contradicciones propias de una sociedad. La historia nos ha enseñado que en nombre de los dioses, de la democracia, de la libertad, del progreso sin límites… y de cuanto pretexto se inventen, estos actos demenciales pretenden demostrar la necesidad de violentar todo aquello con lo que no se esté de acuerdo. Y, claro, la violencia justifica la violencia.
Y se vuelve a hablar de que para combatir la violencia es indispensable crear una ley antiterrorista, misma que por lo general termina encontrando culpables, pero no resuelve nada; o de endurecer las penas; fomentar infiltraciones, estimular todavía más la inteligencia militar… en fin. El asunto es que los fundamentalistas siempre necesitan enemigos para justificarse. Alguien puso esa bomba en ese carro. Yo no creo que sea obra de unos locos a quienes se les ocurrió cometer ese crimen. Este hecho fue cuidadosamente preparado. Detrás había especialistas en la fabricación y manipulación de explosivos. ¿Quiénes son?, ¿de dónde vienen?, ¿en dónde aprendieron? Lo sucedido en la Escuela General Santander requirió preparación y tiempo. ¿Quiénes lo financiaron?, ¿de dónde salió el dinero? Estas preguntas deben ser resueltas, pero bajo la premisa de la sensatez, de la cordura; no debe imperar el desespero o la emocionalidad.
Creo que en medio de todo esto se mueve una poderosa red de intereses económicos, políticos y geoestratégicos que se alimentan del miedo. Somos una sociedad del miedo. El miedo alimenta la impunidad. Y precisamente por esto, desde esta columna y como ciudadano, más que como rector, hago un llamado para que nos pensemos como una sociedad en la que la moral es la que tiene que importar. Será inevitable ver cómo los medios nos inundarán con las terribles imágenes, con la repetición hasta el hastío del nombre del conductor del carro-bomba, siempre con intención -casi única- de crear héroes y villanos; y se termina por evitar las preguntas incómodas y ocultar las respuestas reales.
Me parece que es justamente lo que no debe seguir sucediendo. No podemos continuar viviendo bajo el temor. ¿Es posible que construyamos este país y fortalezcamos nuestra democracia sin matar a los otros?; simplemente, ¿debemos confiar en la No-violencia?; hablar de democracia, sin comprenderla, es realmente una garantía de paz?
Me parece urgente y sin más dilaciones que pensemos seriamente en la clase de ciudadanos que somos.
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