Alguna vez leí un diálogo que registró H. G. Wells en su texto El país de los ciegos, y en el que hacía referencia a los psiquiatras y de los cirujanos. La escena muestra a un joven instalándose en medio de una tribu aislada. Eran personas invidentes de nacimiento. Y al joven lo examinan los doctores de la tribu. Pero, el considerado gran doctor de la tribu, el gran hechicero, dijo que podía curar al recién llegado de sus condiciones peculiares: -“He examinado al muchacho y creo que es muy probable que lo podamos curar.” Y añadió: -“Tiene el cerebro afectado…”. Los demás ancianos de la tribu de ciegos asintieron; y uno de estos preguntó por lo que lo afectaba. El gran doctor respondió: -“Esto… estas cosas extrañas que llaman ojos, y que existen para hacer en la cara unas agradables y suaves depresiones. En el caso del joven, están enfermos de tal manera que le afectan el cerebro. Sus ojos están muy distendidos, tiene pestañas, los párpados se le mueven y, en consecuencia, su cerebro está en un estado constante de irritación y distracción.” Los demás ancianos volvieron a mostrarse de acuerdo con el diagnóstico. El gran doctor prosiguió: -“Y para curarlo por completo, todo lo que tenemos que hacer es una fácil y sencilla operación quirúrgica: quitarle esos cuerpos irritantes. Y así quedará perfectamente sano, y será un ciudadano admirable.” Los demás ancianos, doctores, dijeron: -“debemos darle gracias al cielo por la ciencia”, y se fueron a comunicarle al joven que había esperanzas para él.
Las definiciones que podamos tener de la salud mental de nuestra época, parecen inclinarse a subrayar las cualidades que deben formar parte del carácter social del medio en el que nos movemos: adaptación, cooperativismo, agresividad, altas dosis de intolerancia, ambición desmedida. Así nos hemos ido formando en esta sociedad que impulsa al individuo a acoplarse a la sociedad a la que pertenece. Noto una especie de relativismo sociológico que establece que una sociedad es normal en la medida en que funciona; y que la patología aparece cuando algún individuo no se adapta a ella; cuando a los demás hay que sacarles los ojos para que queden como el resto. Así todos seríamos normales; seríamos los mismos.
¡Es sano pensar así? Ésta es precisamente la pregunta que me asalta, producto del comportamiento que asumimos de manera asidua, frente a los hechos que no nos gustan: ¿podemos hablar de una sociedad sana?, ¿qué tan sanos somos, mentalmente hablando?”. Este interrogante tiene sentido si y solo si consideramos que hay una sociedad que no es sana, lo que quizás significaría que habría criterios universales de salud mental que son válidos para toda la especie humana y que servirían para juzgar el estado mental de una sociedad.
Si bien es cierto que la especie humana está unida porque a todos sus miembros les son comunes unas condiciones anatómicas y fisiológicas, además de unas cualidades psíquicas básicas y unas leyes que les permiten su funcionamiento mental y emocional, con las que pueden encontrar soluciones a sus problemas, también lo es que seguimos sin poder definir de manera satisfactoria lo que es la especie humana en un sentido psicológico. La naturaleza humana es solo una de sus muchas manifestaciones; y, como lo dicen los expertos, bien puede ser una expresión patológica. A partir de ahí, no es posible defender una clase particular de sociedad, considerando como resultado la condición mental del individuo. La naturaleza humana es maleable. Sobre ella los factores ambientales ejercen influencias decisivas. Todo esto para decir, en primer lugar, que es indispensable rechazar actos violentos como el que sucedió esta semana en nuestra ciudad, cuando un grupo de ciudadanos “mentalmente sanos” le quisieron arrancar los ojos a un hombre porque lo creyeron un pervertido que “pretendía robarse” a una niña. “Abusadores” como éste, dicen, deben atenderlos los psiquiatras para que les hagan la cirugía respectiva. En segundo lugar, los ciudadanos no podemos arrogarnos la creencia, por consenso, de que todos debemos actuar de la misma manera cuando veamos hechos que, desde nuestro prejuicio, nos parezcan abominables. Es ingenuo pensar que por el hecho de que la mayoría comparta ciertas ideas y sentimientos, se demuestra su validez de las mismas. Validar una cosa de manera consensual, no refleja la razón ni la salud mental de nadie. El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios, no convierte esos vicios en virtudes; compartir muchos errores, no significa que estos se vuelvan verdades. Y el que muchas personas sufran de las mismas formas de patología mental, no las hace equilibradas.
Por el hecho deleznable que sufrió este ciudadano en manos de una tribu de ciegos, que atentaron contra su vida porque lo confundieron con un abusador, y que además tiene una condición diferente, tendríamos que hacer un amplio debate sobre qué tan mentalmente sanos somos. Y hay tela para cortar y para narrar.
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