Tuvo el Colegio colombiano de psicólogos la inmensa generosidad de otorgarme el premio por un “desempeño profesional sobresaliente en Psicología, en el marco de los premios nacionales de Psicología 2018. Aunque lo recibo con infinito agradecimiento, quiero compartir este galardón con las universidades que integran el Sistema Universitario de Manizales, Suma, especialmente sobre todo en cabeza de sus rectores y demás directivos quienes también realizan un trabajo sobresaliente por sus estudiantes y profesores, hecho que conlleva, como siempre lo decimos, pensar en la ciudad.
Por obvias razones este premio me hace muy feliz. Soy un hombre feliz. Pero este sentimiento no me ciega para reconocer que muchos ciudadanos, miles de ciudadanos no lo son, llevan una existencia dura, llena de escasez y peligro. Por lo mismo quiero aprovechar este espacio para referirme a un asunto que me da vueltas en mi cabeza (y no sólo a mí, también a mis amigos rectores), y que tiene que ver con el desorden y el caos en el que viven muchos de nuestros queridos conciudadanos.
Me parece indudable que hoy más que nunca predomina una trivialización de lo relevante, debido a que se transfigura nuestra contemporaneidad por el birlibirloque de algunos “intelectuales posmodernos” que no le prestan el debido respeto a la razón. Y esto es contagioso: cada vez más ciudadanos no quieren saber ni entender la esencia de las cosas, ni ahondar en la profundidad de las mismas respecto de lo que es realmente trascendental. Las palabras, los conceptos se han vuelto hueros, no significan nada, lo que conlleva tener una vida superflua, ligera, fácil. Este mundo nuestro condena el pensar, el pensamiento, sobre todo porque así no se afecta ningún proyecto cultural. Prima el espectáculo sobre la seriead y esto implica que se termina por dejar en las márgenes el pensar y el razonar. Los sentimientos humanos se vuelven banales, las sensaciones fútiles, las miradas cómplices suponiendo que algo finalmente no va a pasar.
Desesperanza, pesadumbre, tristeza, soledad, caos, incertidumbre… nostalgia, desarraigo…, nada de esto estimula una vida feliz y tranquila. Quizás esto nos permita entender la soledad. Alguien me decía que somos una sociedad de solitarios. Creo que le asiste algo o mucho de razón. Por ahí, me parece, se va desfigurando nuestra condición como homo sapiens. No le encontramos sentido a la vida ni a la búsqueda de la verdad, por el contrario, la evadimos. Nos gusta lo fácil, lo rápido; le tememos a los conflictos. Bien decía Estanislazo Zuleta que “deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor y, por lo tanto un retorno al huevo.”
Esta pasión desenfrenada por la vida fácil conlleva que nos resguardemos en nuestros propios dogmas y nos resistamos a pensar. Y esta resistencia impide que preguntemos por el sentido de la vida. A la vieja pregunta de ¿quién soy?, habría qué agregarle esto: ahora que el mundo cambia tan rápidamente, ahora que las incertidumbres me muestran un camino de inmensa soledad, a pesar de que hay otros próximos, es decir, prójimos… ¿quién soy, qué soy?
Las respuetas a estas preguntas sólo se dan en el pensar, en el pensamiento, lo que a todas luces nos sirve para volvernos sujetos morales. No es otra cosa lo que debemos buscar ser. Esto, me parece, se lo hemos aprendido a los poetas y a los filósofos: darle sentido a la vida es poder dotar nuestra vida, nuestra existencia, y esto se hace a través del trabajo, adoptando comportamientos justos, leales, respetuosos, solidarios, amorosos. Desde aquí, podemos otear y direccionar nuestras acciones políticas en clave de ciudadanía. Pensar y actuar con suma sindéresis es lo que más necesitamos en estos momentos.
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